Cada cierto tiempo muere una persona encerrada en un CIE del Estado español. La última vez, el pasado 29 de diciembre, en la cárcel malagueña de Archidona, ahora reconvertida en centro de internamiento de extranjeros. Dejando de lado el marco jurídico que ampara su confinamiento y al margen de la Ley de Extranjería, cabe preguntarse cómo acaban tantos migrantes recluidos en estas ratoneras estatales. Rotos. Esperando a ser deportados. En la mayoría de casos comparten una respuesta idéntica: son el resultado de las identificaciones por perfil étnico, un concepto arrinconado dentro de la agenda política.

«En las últimas generales ningún partido mencionó el concepto», nos cuenta la activista de SOS Racisme Mónica López, a la vez que define el perfil étnico como la muestra del racismo institucional más básico y cotidiano. Consiste en que la policía te pare por tu color de piel y lo criminalice. A partir de ahí llega todo lo demás: agresiones, CIEs, deportaciones. Ese primer contacto entre policía y persona migrada mide la cantidad de racismo acumulada en las entrañas de un Estado. Si elaboramos una escala que va de la empatía a la extrañeza o el rechazo, ¿dónde se sienten cómodas las fuerzas y cuerpos de seguridad?

Echemos la vista atrás: en 1992, Rosalind Williams llega a la estación de ferrocarril de Valladolid, pone un pie en el andén y un policía va directo a pedirle la documentación. Según aduce, tiene órdenes de identificar a «gente como ella». Es la única negra del tren. La España de la Expo y las Olimpiadas tiene deberes sociales por resolver. Pero su democracia es joven, hay tiempo. 2013. Un chaval paquistaní llamado Zeshan Muhammad —afincado en Santa Coloma de Gramanet desde pequeño— baja por el Paseo Joan de Borbó de Barcelona cuando un agente le sale al paso y le exige el NIE. ¿Por qué? «Porque eres negro y punto», resuelve el policía.  

El colectivo gitano tiene 10 veces más posibilidades de ser identificado que una persona caucásica, el magrebí 7,5 veces más y el afro-latino 6,5 veces más

Son dos ejemplos de identificaciones por perfil étnico y ambos acabaron en los tribunales. En el caso de Rosalind, el Constitucional sentenció que no era discriminatorio recurrir al color de la piel para realizar identificaciones policiales. Que si estaban buscando a población extranjera necesitaban hacerlo entre gente no blanca. Porque el españolismo, según parece, está anclado en un punto exacto de la escala cromática. Luego intervino el Comité de Derechos Humanos de la ONU y reclamó al Estado español una disculpa pública. Era 2009; Rosalind aún la está esperando.

Hace apenas unos meses, el Tribunal Constitucional volvió a tropezar con una denuncia por identificación racista. SOS Racisme y Open Society Justice Initiative decidieron iniciar un litigio estratégico en relación a Zeshan Muhammad para comprobar si, tras tres décadas de migraciones, aún existe la idea de que un español lleva el color grabado en su ADN. No pudieron confirmarlo porque el Constitucional consideró la parada irrelevante. De la validación a la invisibilización. Ahora el caso aguarda en el TEDH y la ONG pretende encontrar medidas efectivas contra lo que consideran una muestra de racismo sistémico.

Las estadísticas no le quitan razón. En 2013, la Universidad de Valencia realizó un estudio junto con la Universidad de Oxford para determinar hasta qué punto las fuerzas y cuerpos de seguridad utilizan perfiles étnicos en sus tareas de identificación. Usaron dos encuestas de Metroscopia (2.800 personas) y concluyeron que el colectivo gitano tiene 10 veces más posibilidades de ser identificado que una persona caucásica, el colectivo magrebí 7,5 veces más y el colectivo afro-latino 6,5 veces más. Paralelamente, en un estudio adicional, SOS Racisme encontró que el 74 % de esas identificaciones son completamente inefectivas.

Con todo, hay una laguna grande en el apartado estadístico relativo a esta cuestión, pues la Ley de Protección de Datos prohíbe preguntar sobre el origen étnico de las personas. «En España faltan datos sobre diversidad étnica, cosa que no ocurre en Inglaterra. Allí se sabe el porcentaje de negros que hay. El porcentaje de asiáticos. Hacen una clasificación limitada, buscan quién soporta mayor carga de identificaciones y actúan en consecuencia. Aquí nadie habla de las paradas; ni siquiera la gente involucrada. Los migrantes que denuncian lo hacen porque les ha pasado algo más gordo después. Por eso necesitamos atacar la mala relación entre policía y migrantes desde la raíz», razona Mónica López.  

Yo he sido dos veces Baltasar y todo el mundo me quería: abuelas, padres, madres. Luego ese mismo Baltasar viaja en el metro y ni Dios quiere sentarse junto a él

El ejemplo de Chiekh —senegalés de 26 años afincado en Catalunya desde los 6— se ajusta a esa descripción. En su caso fue a SOS Racisme para denunciar una agresión de la Guardia Urbana de Martorell: «Estábamos celebrando la despedida de un amigo polaco y fuimos a un local en el que dejaron entrar a todos menos a mí, así que volvimos al parking donde habíamos estado bebiendo. Entonces llegaron 6 agentes y nos tiraron las botellas. Uno de ellos dijo “mira el negro este”. Yo ya estaba exaltado por lo del bar, me giré y le dije “el negro este de qué, qué pasa”. Dijeron que era un chulo y yo les contesté que más chulos eran ellos: en ese momento se miraron, me engancharon, me tiraron al suelo y empezaron a patearme».

Chiekh nos cuenta que está cansado de que le paren por ser negro. Que antes, cuando le pedían la documentación, la entregaba rápido porque en ese momento «te mira todo el mundo». Y aquellos que observan reafirman sus prejuicios: están identificando al negro, algo habrá hecho. Pero ya no. Ya no se calla. En su última identificación —julio de 2017— quiso que los demás vieran la escena y la grabaran para dejar constancia de la discriminación (la Ley Mordaza sí permite grabar a la policía). Fue en la periferia del Raval y el agente se excusó alegando que le paraba por estar en un barrio donde «pasan cosas». Sólo le identificó a él.

«Ese racismo institucional se filtra en toda la sociedad. Mi hermana fue la primera negra nacida en el hospital de Granollers y la gente hacía cola para verla. Cuando mi madre nos recogía del colegio lloraba porque la gente nos miraba con la boca abierta. Yo he sido dos veces Baltasar y todo el mundo me quería: abuelas, padres, madres. Luego ese mismo Baltasar viaja en el metro y ni Dios quiere sentarse junto a él», nos relata el joven senegalés. «Cuando nos escuchan hablar en catalán o castellano siempre nos preguntan de dónde somos. Y con la policía pasa algo peor; si no hablas te dicen que vienes a España sin saber una palabra, que eres un vago, y si hablas en su lengua te dicen que vas de listo».

Chiekh lanza sus recuerdos uno detrás de otro, pero apenas tocan diana. Se escapan entre el hartazgo y el escepticismo. Entre aludidos que no se reconocen en el papel: «Cómo vamos a ser racistas los españoles. Eso es en Estados Unidos, hermano», le dicen. De modo que Chiekh termina preguntándose si no estará siendo paranoico. Pero no. Basta con leer el chat de Whatsapp de los policías de Madrid en el que instaban a organizar «cacerías contra lo guarros». Es un extremo, pero no la excepción. «Los policías somos un espejo de la sociedad. Ésta tiene comportamientos discriminatorios y la Policía emplea sus mismos chistes y chascarrillos, también se refiere a determinados colectivos sociales como negratas o panchitos. Ese tipo de conductas son relativamente frecuentes», descubre José Francisco Cano, jefe de la Policía Local de Fuenlabrada.

En el contexto de alerta antiterrorista la estrategia de perfil étnico cobra fuerza. El racismo institucional sintoniza bien con el miedo de la población

En esta misma línea se pronuncia Alberto Rubio, policía de Lleida con 26 años de trayectoria: «Yo he tenido compañeros realmente racistas, gente que pide que se larguen todos a su país y cosas por el estilo», añade el agente observando una evidente carencia de formación. «A mí para entrar en el cuerpo solo me pidieron la EGB, ni psicotécnico ni nada. Después cuando he querido educarme en materia de discriminación siempre he tenido que hacerlo por mi cuenta. La policía no forma y tampoco penaliza», explica. La policía confía en la sensibilidad de cada cual, aunque sea completamente nula: «Cuando paramos lo hacemos de manera intuitiva. Si ves a alguien en un lugar que no debe estar y resulta que es magrebí, vas y le identificas».

Resulta que es magrebí. En el contexto de alerta antiterrorista la estrategia de perfil étnico cobra fuerza. El racismo institucional sintoniza bien con el miedo de la población. De todos modos, comenta Rubio, hay que verse en la tesitura: «Si voy a un barrio con gitanos y busco a un delincuente de esa misma etnia, pararé a todos los que den el perfil. ¿Haría lo mismo con las personas caucásicas? Lo dudo», contesta al otro lado del teléfono. No lo haría porque faltaría el motor de la tensión racial, un cisma inacabable cebado de prejuicios, humillaciones y resentimientos mutuos. El perfil étnico opera en una brecha abierta y los agentes hurgan desde un limbo legal.

Y he aquí el problema de fondo. La impunidad: los agentes consultados coinciden en señalar que el racismo en el cuerpo es difícilmente combatible. La Constitución prohíbe discriminar de forma vaga y la Ley de Seguridad Ciudadana amplía el veto al capítulo de las paradas, pero ambas fracasan al controlar la intuición de agentes viciados. Para la abogada Cristina de la Serna, de Rights International Spain, urge crear un organismo supervisor independiente, establecer criterios de identificación claros y estandarizar un formulario que obligue a los agentes a exponer las razones de cada parada. Este control ya funciona en localidades como Fuenlabrada, donde, según nos comenta José Francisco Cano, han reducido las identificaciones al 50 % y han ganado un 20 % de efectividad.

No es la única medida interesante. Cano agrega otra estructural: «Creo que necesitamos cambiar la composición de la Policía para que aumente su diversidad racial; de esta forma sería más representativa. En España solo los Mossos y la policía de Fuenlabrada hemos desarrollado medidas con la idea de incorporar minorías al cuerpo. Dos en todo el país», concluye desencantado. El resto las tienen enfrente. Encerradas. O en un avión. Pero, ¿todo es pesimismo? Queda un consuelo: tal y como remata Chieck, la situación hace diez años era peor. «A mí en aquella época me llegaron a decir cosas del tipo: «yo soy nazi, pero contigo buen rollo». Tuve muchísimos problemas. Ahora esa gente lleva gorras planas, va en skate y escucha trap. Ya no molestan porque son hipsters».