El análisis político de hechos como los acontecidos durante la jornada del día 1 de octubre requiere de una reflexión mucho mayor, más profunda y, sobre todo, más larga y pausada de la que permite la imparable actualidad. No tenemos los elementos necesarios para juzgar o, en algunos casos, sojuzgar, la actuación de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, ni tampoco la de los ciudadanos, tanto de los que quisieron participar como los que no. Sólo el paso del tiempo y la superación de las emociones podrían llegar a ofrecer análisis neutrales que nos ayuden a reconstruir lo que, no desde el domingo, sino desde hace mucho tiempo, se empezó a romper: la convivencia de la sociedad catalana y, por extensión, la de la sociedad española.

Lo que sí estamos en condiciones de hacer es pensar cómo se ha llegado hasta este punto. Y no con el ánimo de señalar culpables a fin de descargar nuestra frustración, sino para poder construir una reflexión crítica, consciente e informada sobre nuestro pasado reciente, que nos sirva para elegir cómo y con quién queremos construir nuestro futuro, el que sea.

La historia reciente del nacionalismo catalán y el extremo de ruptura del orden constitucional no es la historia de la inacción del gobierno del Partido Popular de los últimos años (que también, por lo que será tratado más adelante), sino la de la absoluta incomparecencia de la política nacional frente al discurso nacionalista de los últimos cuarenta años. Bien es cierto que este discurso podría considerarse parcial, interesado y revisionista. Para poner tan solo un ejemplo, las palabras en el Congreso de Gabriel Rufián apelando a la recuperación por parte de Cataluña «del país que le robaron hace ochenta años», olvidan que fue un republicano catalán, el General Batet (amigo personal de otro catalán insigne miembro de su partido como Josep Tarradellas), y por orden a su vez de otro republicano, el entonces presidente Lerroux, quien declaró el estado de guerra ante la declaración de independencia de Lluis Companys y rindió por la fuerza la resistencia de los Mossos de Esquadra en el Palacio de la Generalitat, deteniendo y encarcelando al autoproclamado gobierno de la República Catalana.

La posterior represión franquista y la abolición de la autonomía catalana justificó una especial protección de las instituciones históricas y aspiraciones políticas de Cataluña en la Transición. Pero tras este reconocimiento merecido, los grandes partidos nacionales, por intereses cortoplacistas y electorales, han hecho la más absoluta e incomprensible dejación de sus funciones, permitiendo que el imaginario del relato político del nacionalismo se convirtiera en hegemónico, no por real, sino por incomparecencia del contrario.

El discurso nacionalista ha monopolizado el mensaje político mientras los partidos nacionales desaparecían de Cataluña

George Lakoff lo explica con claridad en su libro No pienses en un elefante (2007) respecto del Partido Republicano estadounidense. Lakoff sostiene que el éxito del Partido Republicano se explica, en parte, a que ha conseguido imponer y definir las ideas en torno a las que gira la política de su país (que, evidentemente, son las que más convienen a su discurso político). Identificar una mayor libertad con un menor presión fiscal, con un gobierno federal más pequeño o con unas fuerzas armadas fuertes no son asociaciones inocentes, sino pensadas para hacer más aceptables las políticas del partido y obtener mejores resultados electorales. Algo parecido ha sucedido en Cataluña. El discurso nacionalista ha monopolizado el mensaje político mientras los partidos nacionales desaparecían de Cataluña a cambio de apoyos puntuales en el Congreso de los Diputados, por lo que han sido ellos quienes han diseñado los marcos conceptuales que dominan la política catalana, desde el Espanya ens roba hasta la identificación del Estado democrático con el voto en el referéndum.

La responsabilidad de los partidos nacionales al no enfrentar una visión política alternativa es incuestionable. Recordemos que, para conseguir la estabilidad necesaria en los primeros años de democracia, el sistema político español fue diseñado (y así se ha mantenido) siguiendo un modelo bipartidista con una sobrerrepresentación de los partidos de carácter regional. La principal consecuencia de este sistema en la dinámica de la política nacional, sin embargo, no ha sido la de construir consensos integradores entre todos los actores relevantes; por el contrario, por mero cálculo electoral y cortoplacista, la regla ha sido la de dar sistemáticamente la espalda a la otra gran formación política nacional y pactar con los nacionalistas a cambio de prebendas de todo tipo. La posición protagonista del nacionalismo en la política nacional durante toda la democracia, por tanto, ha conllevado la práctica desaparición o intrascendencia del Partido Popular y el Partido Socialista en el debate político catalán.

Pero la responsabilidad histórica colectiva de la política española ni puede ni debe ocultar la del actual gobierno del Partido Popular. En el editorial del día después del referéndum de uno de los grandes periódicos nacionales se hablaba de la «afasia política» del Gobierno, aunque su actitud ante el reto independentista en los últimos años bien podrían haberse calificado de una narcolepsia recurrente —con pocos y breves momentos de desvelo, en los que publicaban vídeos tan contraproducentes como el que han titulado «no es democracia es hispanofobia».

Lo más preocupante de la actitud del Gobierno del Partido Popular no es el hecho de que no haya estado, ni haya querido participar de ninguna solución posible, sino que tampoco ha propuesto ninguna alternativa; ni siquiera en la declaración del Presidente del Gobierno de la noche del día 1 de octubre, en la que no se ofreció ninguna propuesta de solución a corto plazo.

El gobierno de Mariano Rajoy tenía la obligación política y el deber moral de sentarse a hablar, de lo que fuera

En política la imagen es fundamental, y la inacción manifiesta de los últimos seis años ha permitido a los partidos independentistas afirmar, a quien quisiera escucharles, que no había opción a negociar con un gobierno que no se prestaba —aun sabiendo que ellos nunca hicieron una oferta real de negociación, pues prefirieron apuntar al Estado con la amenaza, hoy cumplida, de un referéndum de independencia y de una declaración unilateral de la misma que probablemente veamos—. El gobierno de Mariano Rajoy tenía la obligación política y el deber moral de sentarse a hablar, de lo que fuera, de negociar hasta la extenuación y de explorar todas las alternativas para, o bien alcanzar una solución, o enfrentar a los líderes nacionalistas a la disyuntiva de ceder o destruir la Constitución, pero ya sin ninguna excusa maniquea.

El gobierno no ha sido sólo torpe en su estrategia política de transmitir un relato alternativo (si es que alguna vez la hubo), sino que además no ha tenido el coraje necesario para afrontar la responsabilidad histórica que le tocaba. Tenía que acudir al poder judicial para detener la irracional deriva legislativa del independentismo, por supuesto. No podía permitir la celebración de un referéndum fuera de la ley que sirviera de base a la constatación de un golpe de estado desde las instituciones, sin duda. Pero antes de que la historia se convirtiera en tragedia, a riesgo de asumir su responsabilidad, tenía que haber desarrollado toda la actividad política a su alcance para no someter a la tensión y a la responsabilidad de luchar en solitario en defensa de la ley a los jueces y a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, para después, poco menos, que abandonarlos a su suerte.

Fuente: Alberto Estévez (EFE).

Un gobernante ha de gobernar, ha de cumplir y hacer cumplir la ley, pero cuando se plantea un desafío político de este calibre no es suficiente sólo con el recurso a la legalidad vigente. El gobernante ha de adoptar posiciones políticas en defensa de esa legalidad y para alcanzar algún tipo de solución. En definitiva, ha de aceptar los riesgos y la responsabilidad de su cargo, algo que el Gobierno de Mariano Rajoy no hizo y no ha hecho. A día de hoy, el Gobierno sigue actuando como si el tiempo no pasara, sin sentarse a dialogar ni decidirse a aplicar definitivamente todo el Ordenamiento Jurídico, desde el Código Penal a todos y cada uno de los artículos de la Constitución. La historia deberá exigir a Mariano Rajoy su responsabilidad, no ya por haberlo hecho mal, sino por no haber, ni siquiera, gobernado.

El resto de partidos políticos no carecen de su porción de responsabilidad (aunque sin duda no puede ser tan grande). El Partido Socialista lleva años buscando su identidad y sufriendo una evidente tensión con el PSC que le ha incapacitado para dar una respuesta clara, única y mantenida en el tiempo frente a este desafío. Son casi incompatibles entre sí los PSOE de Jose Luis Rodríguez Zapatero, el de la Declaración de Granada, el de Susana Díaz o el de Pedro Sánchez. Aun así es de reconocer el esfuerzo de lealtad institucional que el Secretario General del Partido Socialista había realizado, en las horas posteriores al 1-0, desde su más profunda discrepancia política con el Gobierno. Hoy por hoy el apoyo no es tan claro y las almas del PSOE vuelven a enfrentarse. Mientras que Margarita Robles propone la reprobación de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, que será aprovechada por los partidos nacionalistas para incendiar el debate y volver a lanzar sus mensajes, el exvicepresidente del Gobierno Alfonso Guerra exige que se retire la medida y que se repruebe a los políticos «golpistas».

Por su parte, Podemos ha evidenciado una clara voluntad de adoptar posiciones cortas respecto del conflicto que se vive en Cataluña. Siendo un partido nacional, es cierto que con una propuesta legítima de futuro más o menos clara según el portavoz del partido que la exprese, ha aprovechado para, una vez más, tratar de obtener rédito electoral de la torpeza del resto. Ahora bien, no puede sorprender a nadie la ausencia en Podemos de la lealtad institucional que se había venido observando en el PSOE, puesto que desde el primer momento ha existido la pretensión en este partido de «romper el candado del 78», por lo que no habría sido razonable una defensa a ultranza del orden constitucional en este caso. Su posición ha sido muy clara en los últimos días: supeditan la solución del problema a, primero, sustituir al gobierno del Partido Popular (al que responsabilizan de la situación actual y de ordenar un uso de la fuerza excesivo el día 1 de octubre), y, después, negociar un referéndum pactado con los partidos independentistas (para lo que es imprescindible una reforma constitucional que prácticamente imposibilita esta opción sin la colaboración Partido Popular y Ciudadanos).

Y entre tanto Ciudadanos se mantiene como el apoyo más estable a la política de respeto a la legalidad vigente que aplica el gobierno. Aunque no han podido evitar tratar de sacar algún rédito político, pues son los líderes de la oposición en Cataluña, planteando una moción de censura imposible contra Puigdemont que tensionó la unidad con el PSOE y el PP. Tras el referéndum su posición política se ha mantenido firme e incluso ha dado un paso más: el de reclamar clara y públicamente la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española como salida a la crisis institucional y la celebración de elecciones en Cataluña.

El gobierno catalán ha conseguido un relato y una imagen

Por otro lado, no sería honesto concluir el artículo sin abordar la responsabilidad de los instigadores de este reto al Estado, a su orden constitucional y a su paz pública: los actuales cabecillas de los partidos independentistas. Los líderes políticos de la actual Cataluña son los primeros y más directos responsables de la situación de conflicto actual. Desde sus puestos institucionales, que derivan su legitimidad del orden constitucional, han desarrollado una política tendente a quebrar este orden al precio que fuera necesario.

Su estrategia política es de la máxima efectividad: su relato ha calado en grandes sectores de la sociedad catalana y su base electoral hoy es muy relevante, así como su capacidad de movilización y organización política. Su discurso político es un discurso basado en las emociones y en la creación de un mito de la identidad nacional que es extraordinariamente difícil de contrarrestar (más aún desde la incomparecencia que comentaba antes). Y su estrategia política ha sido la de la imagen que, lamentablemente, consiguieron en la celebración del referéndum. Era imposible que perdieran, sabían que, o bien votaban, o bien el Estado tendría que recurrir a la única herramienta que podía evitarlo, la fuerza; y así fue. Ya han conseguido un relato y una imagen.

Sus responsabilidades residen en la situación de fractura social que ha provocado este discurso, que obligaba a la sociedad catalana a dividirse entre los buenos y los malos catalanes —ahora entre los buenos y los malos demócratas, que ha sido llevado al paroxismo en la llamada a la defensa de las urnas frente a una suerte de tropas invasoras (debidamente representadas en la Policía Nacional y la Guardia Civil).

El nacionalismo catalán, con la inestimable colaboración de la inacción de la política nacional, ha generado una fractura social de consecuencias difícilmente evaluables

Tanto los líderes de los partidos independentistas como el Gobierno, eran plenamente conscientes de lo que iba a suceder y, sin embargo, siguieron adelante con sus estrategias: los unos diciéndole a la sociedad catalana que esto era una expresión de la voluntad democrática, que no pasaba nada, que era legal, que era legítimo, que nadie lo iba a impedir; los otros, que no se iba a celebrar el referéndum, y una vez se llevó a cabo, que se había evitado y que, de hecho, ni siquiera había ocurrido.

El nacionalismo catalán, con la inestimable colaboración de la inacción de la política nacional, ha generado una fractura social de consecuencias difícilmente evaluables, que ha abocado a Cataluña a una situación de enfrentamiento en pos de la Isla de Utopía de la nación catalana. Fueron los líderes políticos y sociales del independentismo catalán los que, con pleno conocimiento de cuál iba a ser la respuesta del Estado a saber, evitar la celebración del referéndum hicieron un llamamiento para que los catalanes, con sus hijos y sus familias, fueran a defender las urnas. Han conseguido las imágenes y la repercusión que buscaban. Pero cabe preguntarse, ¿a qué precio?

Por su parte, la política española lleva desde la Transición perdiendo el tiempo para explicar que frente a la creación de las identidades nacionales excluyentes existe otra posibilidad, la de explorar los lazos de unión que existen entre las diferentes sensibilidades políticas, nacionales, culturales o identitarias de esta España plural, moderna, viva y compleja. Frente al nacionalismo de los que entienden que su diferencia les hace acreedores de una nación independiente de los que no comparten ese hecho diferencial, no cabe alegar la existencia pretérita de una nación diferente e igual de excluyente como la española. Hay que buscar los elementos que nos son comunes, los que tanto tiempo ha costado construir o recuperar, para volver a afirmar el enriquecimiento y provecho mutuo que se obtiene de la convivencia pacífica de una sociedad cosmopolita, para volver a ilusionarnos con un proyecto común que nos ofrezca un futuro alentador.

No se me ocurre ningún objetivo político suficientemente digno para sacrificar la convivencia pacífica de todos los ciudadanos, ni ninguna excusa seria para no intentar resolver la factura social que hoy vive Cataluña y el conjunto de España.