El pasado sábado, el autor y la fotógrafa volaron a Atenas, uniéndose así a otros cientos de europeos, para asistir a unas elecciones consideradas históricas por muchos. Esta es la crónica de una noche en la plaza de los vencedores de Syriza.

«Queremos dar las gracias a todos los compañeros que han venido hasta Atenas desde toda Europa para apoyar la batalla electoral de Syriza. La de hoy no es una victoria solo de Grecia, sino de todos los pueblos que luchan para condiciones de vida dignas y para acabar con la austeridad».

Cuando, hacia las diez de la noche del pasado domingo, estuvo claro que el partido de Alexis Tsipras iba a conquistar casi la mayoría absoluta de los escaños del Parlamento griego, estas palabras resonaron cuatro veces en la Plaza Klafthmonos, provocando las lágrimas de muchos. La primera en italiano, la segunda en inglés, después en francés y finalmente en español. No eran ni la mitad de los idiomas que se podían escuchar en la carpa montada por Syriza en esta céntrica plaza de Atenas para seguir en directo el escrutinio. Nosotros habíamos llegado allí a las siete, acogidos por el clamor que había acompañado la aparición de los primeros exit polls o encuestas a pie de urna (donde Syriza apuntaba a entre el 36 % y el 40 % de los votos) en la pantalla gigante colocada al fondo de la carpa.

Fotografía de Raquel Souto Rubio

Fotografía de Raquel Souto Rubio

La cantidad de extranjeros presentes fue lo primero que nos impactó. Además de un número impresionante de italianos (300, según una estimación a la baja de la prensa italiana), encontramos muchos españoles y franceses y grupos más pequeños de ingleses, belgas, alemanes, portugueses, daneses e incluso un chico y una chica finlandeses. Nadie, entre aquellos con los que hablamos, se encontraba allí de casualidad, ningún transeúnte o estudiante Erasmus curioso: todos habían cogido vuelos con horarios imposibles y escalas infernales para asistir al día electoral, pillarse una borrachera de socialismo real por la noche y volver a trabajar, a más tardar, el martes. En esta masa internacional, cuyo tamaño se doblaba al contar a los periodistas, los griegos, que saldrían a las calles más tarde para el discurso de Tsipras, eran contados.

Los propios griegos parecían los más sorprendidos de semejante participación europea en sus elecciones: cuando el día anterior llegamos a nuestro hostal de la plaza Monastiraki en una increíble terraza con vista a la Acrópolis, la dueña nos dijo que no entendía por qué había tantos guiris con pegatinas de Syriza en sus chaquetas: «Lo vais a ver, no cambiará nada. Claro que va a ganar Tsipras, pero es igual que los otros, los políticos, ¡todos ladrones!». Un minuto después de esta conversación, en el ascensor, una señora con una chapa de la bandera republicana española en su jersey nos escucha hablar su idioma y nos pregunta si sabemos dónde está la sede de Syriza. Regalamos a esta mujer de Bilbao de cerca de cincuenta años, que había venido sola a Atenas por la misma razón que todos, nuestro dibujo del mapa de la ciudad con los lugares clave del domingo electoral y salimos a buscar un sitio para cenar. Nos acompañaba un amigo italiano que hablaba griego, lleno de pegatinas hasta en el sombrero: en la primera esquina se para a charlar con el camarero de un restaurante –en el que acabamos atracándonos de pitas gyros a dos euros cada una– que le da las gracias por el apoyo a Syriza y se declara seguro de que para Grecia está a punto de empezar una nueva época. Escenas semejantes se repetirán tantas veces a lo largo de nuestra estancia en Atenas que cuando la vieja dueña de una tienda de souvenirs, al vernos, se puso a saltar gritando «¡Fuerza, Tsipras! ¡Berlusconi merda!», prometiéndonos un descuento sobre sus productos, empezamos a preguntarnos cuál es el límite entre el entusiasmo político y la estrategia comercial.

El entusiasmo era sin duda auténtico bajo la carpa de Syriza, donde desde la tarde del domingo gente de todas las edades y países de Europa se entretenían contándose sus experiencias políticas entre cervezas y cantos de izquierdas. Una mitad de los presentes había llegado a Grecia con una delegación de sus partidos y otros tantos viajaban autónomamente. Miembros de grupos políticos que no suelen dirigirse la palabra —los británicos pertenecían casi todos a un pequeño partido trotskista, RS21 (Revolucionary Socialism in the 21th Century), mientras los españoles eran mayoritariamente de Izquierda Unida y Podemos— estaban de acuerdo, a pesar de diferentes grados de escepticismo, sobre el significado histórico que la victoria de Syriza tendría para la lucha de las izquierdas europeas contra la austeridad. Una austeridad cuyo principal promotor se suele identificar con Alemania: por eso los jóvenes alemanes del partido Die Linke, invitados oficiales de Syriza, se esforzaban en dar máxima visibilidad a sus carteles, en los que se podía leer «We start from Greece, we change Europe». Y por eso, el día siguiente, el periódico afín a Syriza I Avgi, con una decisión fuertemente simbólica, publicó su imagen en segunda página.

Fotografía de Raquel Souto Rubio

Fotografía de Raquel Souto Rubio

A las once de la noche la plaza ya se había llenado de griegos: el nuevo primer ministro hablaría dentro de poco frente a la Universidad de Atenas, a un paso de la carpa, y todos se dirigieron hacia allí. Tendríamos que leer las noticias del día siguiente para enterarnos de lo que dijo Tsipras en su discurso en griego de menos de un cuarto de hora. Cuando el líder de Syriza terminó de hablar, las miles de personas presentes lo saludaron cantando la canción partisana italiana “Bella Ciao”, provocando el estallido de los italianos presentes. Ellos nos dicen que están allí porque están literalmente desesperados con la izquierda de su país: serán los últimos en dejar la plaza, casi de madrugada, mientras un grupo de napolitanos algo borrachos sigue cantando desde el palco de Syriza “O sole mio” –sabe Dios por qué—.

Volviendo al hostal pasamos por delante de unos policías que están ordenando a los transeúntes bajar las banderas de Syriza. La policía griega ha sido a menudo acusada de estar vinculada al partido neonazi Aurora Dorada, y quizá por esta razón Tsipras ha dejado el ministerio de la Defensa al líder de la derecha nacionalista Kammenos.

Todo hace pensar que las cosas no serán fáciles para el nuevo gobierno. Nadie puede saber si el pueblo griego ha tomado la decisión correcta ignorando en su mayoría la campaña de miedo del ex primer ministro Samaras, líder del partido conservador Nueva Democacia, que en sus discursos había llegado a afirmar que Tsipras transformaría a Grecia en una nueva Corea del Norte.

Solo el tiempo nos dirá si la victoria de Tsipras ha sido un acontecimiento histórico para Europa o un capítulo efímero de la política griega. Pero lo que ha pasado en Atenas el 25 de enero podría tener una importancia histórica en otro sentido: frente a un creciente clima de antieuropeísmo y desconexión del proyecto europeo común por parte de las nuevas generaciones, la multitud internacional que se ha juntado en la plaza Klafthmonos para esperar con el alma en vilo los resultados electorales de un pequeño país de la periferia de Europa podría ser recordada como la primera expresión de un cambio en la opinión pública, una nueva oportunidad para recuperar la unidad política del continente con la regeneración de una identidad europea común.

Fotografía de Raquel Souto Rubio

Fotografía de Raquel Souto Rubio

El internacionalismo, aunque adormilado desde hace varias décadas, radica desde siempre en el ADN de la izquierda, y en Atenas se ha despertado en una original clave europea, pues el apoyo recibido por Grecia no es sino la expresión de una solidaridad europea anteriormente olvidada. Por ello resultan paradójicas las reacciones a este sentimiento de las mismas fuerzas que acusan a los partidos como Syriza de populismo antieuropeo. Uno se pregunta dónde está el profeso europeísmo de aquellos mandatarios que, ante el resultado de los comicios griegos, se han apresurado a defender sus intereses nacionales, pasando por alto que han sido los propios ciudadanos griegos los que, al fin y al cabo, han apoyado las propuestas de Syriza.

Hay sin duda mucha ingenuidad y un poco de autocomplacencia en la excitación de los que asistieron a la victoria de Syriza llamándose de camarada el uno al otro; en la Internacional cantada a la vez en todos los idiomas; en los coros —lanzados por italianos, eternamente celosos de la izquierda del vecino, más veces que por españoles— «Syriza, Podemos, ¡venceremos!», que se han repetido a lo largo de la noche ante la mirada perpleja de Alberto Garzón. Si se considera la fuerza que los intereses nacionales siguen teniendo frente a unos intereses europeos que nadie tiene muy claros, lo que ha pasado en Grecia podría bien parecer la borrachera de una noche. Aun así, los que estaban allí estaban convencidos de que la cita de Atenas fue solo la primera de una larga serie, al menos juzgando por el modo en que muchos de ellos se despidieron al acabar de la noche: «La próxima será España, ¡allí nos vemos!».