Los festivales de cine ponen cada vez más difícil articular un discurso coherente. Durante diez días la vida se suspende para ver todo lo posible y fijar los ojos ante lo que esperamos sea una revelación cinematográfica y que no resulta ser más que una muestra del marketing de la industria y del hype de la crítica.

Tengo una habilidad infatigable para deslumbrarme ante cualquier festival. Soy entusiasta por naturaleza y no me cuesta localizar las películas que me van a cambiar la vida, o aunque sea modificar unos centímetros mi punto de vista. La 65ª edición del Festival de Cine de San Sebastián no ha sido para menos: el brillo de nombres como Agnès Varda o Frederick Wiseman daban sentido a los meses de previsión y las vacaciones con un horario más exigente que la vida de oficina.

Pero los festivales siempre empiezan anclándote a la tierra: grandes nombres que no llegan al brillo del pasado, como Wim Wenders, capaces de prometer que todo lo que ocurra los próximos días puede ser maravilloso. A Zinemaldia y a cualquier festival llegas con el espíritu festivo de atenerte a películas que van a cambiar lo más inmediato de tu realidad. Ahí aparece la película inaugural, la que brilla en los títulos pero que, en la mayoría de las veces, se convierte en un desastre de las estrellas del pasado.

En esta 65ª edición le ha tocado inaugurar a Submerge de Wim Wenders, una fábula que intenta unir la profundidad del amor con el compromiso político y la comunión con el planeta tierra. La última película del director alemán confirma una vez más la deriva en la que se ha embarcado en los últimos años, convencido de hacer una ficción trascendente que mezcle lo sentimental y político. Aquí hay planos en los que se atisba su mano privilegiada para el cine documental, pero se convierten en visiones artificiosas en medio de una cinta desastrosa, donde los distintos tiempos narrativos no cuentan ni con la coherencia de un guion bien armado ni con una puesta en escena que salve con el estilo lo que no se sostiene con la ley de causa y efecto.

Asomarse a un festival de estas características exige tener la sangre fría para no dejarse arrastrar por los fenómenos mediáticos (algo que no tiene quien escribe estos comentarios), aprender a leer entre líneas y buscar diálogos entre películas y, ante todo, ser indulgente para evitar cercenar las horas de encierro con un «me gusta» o todo lo contrario. Este artículo busca los hilos que unen distintas películas, conectadas por un tema, un origen o el soplo en el corazón al que aspiran los títulos que surgen en los márgenes de las expectativas.

Mareas de influencia

Una de las polémicas más importantes de los últimos años en el mundo del cine es sin duda la desigualdad  de la presencia femenina tras la cámara. San Sebastián ha sido este año bastante más lógico en esta edición que en la pasada, cuando la presencia femenina fue prácticamente inexistente. Este año la Concha de Plata a la mejor directora ha sido para Anahí Berneri, quien repetía en la sección oficial con Alanis, una de las grandes triunfadoras del festival. Berneri cuenta la historia de una joven madre prostituta con planos fijos que observan con frialdad cómo Alanis acaba sin casa, sin un lugar en el que poder asegurar unos mínimos a su hijo. Una visión inmisericorde de la desesperación y el abandono ante un personaje que no se rinde sin haber quemado todos los cartuchos imaginables, a pesar de los aparentes callejones sin salida.

Fotograma de ‘Alanis’, de Anahí Berneri

Fotograma de Alanis, de Anahí Berneri

Visages villages es una mirada a la resistencia, a los estibadores, a las mujeres que se mantienen en zonas mineras durante años y a una Varda que se resiste a dejar el cine

El reconocimiento a Agnès Varda con el premio Donostia es una muestra más de este cambio en la construcción del canon cinematográfico al que el festival se ha sumado. Que haya servido de presentación de su última película en lugar de un homenaje retrospectivo ha sido uno de los grandes momentos de este festival. Desde que en 1954 estrenara La pointe courte, la carrera de esta fotógrafa que se dedicó a retratar un mundo lleno de colores, reflejos y playas se ha mantenido siempre en una posición que ella reivindica como radical. Visages villages, presentada en la última edición de Cannes, le sirve a Varda para retomar sus documentales, un género que desde hace años utiliza como una forma de autoaprendizaje y de exploración del ego.

Contaba Varda en la rueda de prensa que esta película fue para ella la forma de luchar contra la vejez. En las quince semanas de rodaje que se extendieron durante 15 meses, ella y el artista JR recorren distintos puntos de Francia para retratar a los que se mantienen alejados de los focos, miran hacia ellos y los amplían todo lo posible. Visages villages es una mirada a la resistencia, a los estibadores, a las mujeres que se mantienen en zonas mineras durante años y a una Varda que se resiste a dejar el cine, a pesar de haber firmado su despedida con la maravillosa Las playas de Agnès (2008), donde miraba para atrás ante el reflejo de los espejos que chocaban con las olas.

Fotograma de ‘Visages villages’, de Agnès Varda y JR

Fotograma de Visages villages, de Agnès Varda y JR

La película de 2008 estaba llena de hallazgos visuales que habían caracterizado la obra de Varda desde el principio, como los carteles de colores que retratan la psique de los personajes en Le bonheur (1965) o su captura de la realidad en Los espigadores y la espigadora (2000). Sin embargo, Visages villages carece de momentos de magia cinematográfica. Está llena de bondad y supone un respiro de optimismo y felicidad ante personas que, carentes de poder, consiguen observar su grandeza en la resistencia; pero es una cinta fácil, donde Varda parece sacar material de los sueños sin que estos se conviertan en parte del lenguaje. El protagonismo de su acompañante, el artista JR, se hace cargante con mucha frecuencia y conduce a un final en el que la pareja protagonista lleva su falta de química al extremo metiendo a Jean Luc Godard en medio.

L’indomptable, le redoutable. La despedida del león

Fotograma de ‘The lion est mort ce soir’, de Nabuhiro Suwa

Fotograma de The lion est mort ce soir, de Nabuhiro Suwa

Jean Pierre Léaud tiene el honor de ser una de las caras en las que podemos leer la historia del cine. Su presencia en cualquier cinta despierta los gestos de Antoine Doinel, el reflejo de la identidad en Besos robados (1968), la oscuridad que Eustache le colocó en forma de gafas de sol en La mamá y la puta (1973), los papeles memorizados en Out 1 (1971), la agonía interminable del rey Sol en La muerte de Luis XIV (2016). Todas esas películas y sus ramificaciones aparecen detrás de Le lion est mort ce soir de Nobuhiro Suwa, director japonés que lee el cine francés sin hablar ni una sola palabra del idioma en el que rueda.

Decía Truffaut que «en el futuro las películas serán un acto de amor», y sin duda la de Suwa lo es al placer de rodar. La película parte de varias premisas: un texto teatral del padre de Jean Pierre Léaud sobre un amor que no parecía suficiente cuando existió y que dejó una huella más profunda de lo que los amantes aceptaban; de la felicidad de coger una cámara y de su poder para atrapar fantasmas, bien metafísicos bien de ectoplasma; de la intención de rodar la muerte. La muerte, que es la de Léaud, ―quien ya se había plantado ante ella en la película de Serra― aparece como una despedida ante la que el actor no claudica ni en el plano final. Y es al mismo tiempo la muerte del cine: la de todos los que no están ya, pero cuyos espíritus insuflan la fascinación en los espectadores que observaban las pantallas en Los cuatrocientos golpes.

Fotograma de ‘Los 400 golpes’

Fotograma de Los 400 golpes

Le lion est mort ce soir canta a la alegría de vivir que baña la jungla aunque mueran los ídolos, el único arma frente a las desgracias de la vida. Es un carnaval caótico, del que todos pueden aprender cómo hacer cine, donde al romper los esquemas del mundo ordenado por los adultos se puede construir un nuevo esquema de realidad. Cualquier película ―decía Suwa en el encuentro con estudiantes de cine durante el festival― es un conjunto de pequeños milagros que surgen ante la imposibilidad de controlarlo todo. Ahí, en los rincones del juego desordenado, hay espacio libre para que la magia surja y se sienta la voz de los espíritus.

 

La cultura como institución

Uno de los temas más repetidos en esta edición ha sido la importancia (o la falacia) de la cultura en nuestras vidas. Bajo esta luz podemos tratar de leer juntas varias películas presentadas en esta edición: Lumiere!, el documental de Thierry Fermaux (director de la Fundación Lumiere y del Festival de Cannes) sobre los hermanos que crearon un lenguaje y enviaron a sus operadores a retratar el mundo; The Square, la Palma de Oro que indaga en el cinismo del mundo del arte; la excesivamente sentimental Wonderstuck con su canto al museo de Ciencia Natural; y, finalmente, la laberíntica Ex libris: New York Public Library, el último documental de Friedrick Wiseman.

Fotograma de ‘Ex Libris’, de Friedrick Wiseman

Fotograma de Ex-Libris, de Friedrick Wiseman

Wiseman es, como Varda, uno de los principales creadores de lenguaje documental de las últimas décadas. Sus películas son ante todo instrumentos de observación, centradas en la idea de comunidad y del valor social de lo que se captura, con sus múltiples facetas y contradicciones. Ya hablé de la fascinación que me produjo National gallery (2014) en su estreno, y sin duda esta cinta sobre cómo miramos el arte y qué papel tiene en nuestro mundo marcaba la posición desde la que partía como espectadora. Pero esta película sobre la biblioteca pública de Nueva York va más allá de retratar las paredes de una institución cultural y se sumerge en su poder público y, por tanto, político.

La biblioteca en Ex-libris se convierte en un instrumento para la democracia, el lugar en el que la memoria no muere y que permite hacer política de cada uno de nuestros actos

El uso del término ex libris (literalmente «de entre los libros») le sirve a Wiseman como una marca de pertenencia, que habla más del alma de los libros que de su materialidad. Es una película en la que los ejemplares no aparecen pero sí su poder para crear conversaciones, su papel como información y su futuro digital: aparecen más pantallas que manuscritos porque Wiseman defiende que el pensamiento no es algo que debemos reverenciar sino utilizar como arma para acabar con la simpleza del clasismo más elitista. Retrata así los desafíos de una institución descentralizada, que vive en la rareza de mantener una gestión público-privada y que está presente en todos los barrios de Nueva York, donde se convierte en un foro moderno en el que escuchar y observar los signos. Ante todo es una película de conversaciones, donde se busca construir textos que permitan ampliar el valor de las palabras escritas que rodean a todos los que pasan ante la cámara. La biblioteca se convierte en un instrumento para la democracia, el lugar en el que la memoria no muere y que permite hacer política de cada uno de nuestros actos, de la propia existencia en el mundo, con todo lo que se carga del pasado y exige contarse a cada momento.

Ex libris es una de esas películas que rebosan de ideas y discursos pero que, a pesar de ser consciente de habitar un mundo oscuro donde el mal tiene cada vez más garantías, transmite la esperanza de que aún tenemos armas para construir un mundo justo, donde exista la empatía y el lenguaje consiga hacer política a la vez que indaga en los sentimientos.

Muchas de las películas del Zinemaldia recorrían espacios de desesperanza, pero otras, como las que tejen estos hilos o la magia sin colores de The day after de Hong Sangsoo enseñan a sentir, a comprender la complejidad de los sentimientos que nunca coinciden pero que pueden descubrirnos las maravillas de un mundo donde, en un momento de descanso, descubramos la magia que llena las calles que recorremos como fantasmas.

Fotograma de ‘The day after’, de Hong Sang-soo

Fotograma de The day after, de Hong Sang-soo