Recuerdo aún sonriente la clase de economía en que me introdujeron al concepto de impuesto. El profesor titular no pudo impartir la clase por enfermedad y en su lugar vino un hombre de mediana edad, trajeado, desprendiendo un aire más propio de un empresario de éxito que de un docente —relativamente llamativo en la universidad pública—. Cuando por fin cesaron los murmullos, lanzó con voz firme una pregunta que anunciaba la temática de la lección: «¿Quién me puede decir lo que son los impuestos?». Trazó unos pasos con la mirada puesta en el suelo antes de volver a insistir. «Seguro que sabéis qué son los impuestos. Venga, quiero una respuesta, es difícil que os equivoquéis». Tras unos segundos en los que vio cómo el método socrático no iba a funcionar de primeras, se sentó en la mesa. Su cara dibujó una sonrisa irónica y reformuló la pregunta: «¿a que os jode cuando os suben el precio del cubata?».

El hombre del traje quería hacernos ver que, en lo que a impuestos respecta, nunca llueve a gusto de todos. A menudo, incluso, no llueve a gusto de nadie. Y es que la determinación de los mismos es un juego de equilibrio entre igualdad y libertad, siempre buscando la justicia. Se hace de evidente necesidad que un impuesto se afecte según la capacidad económica del individuo para redistribuir la renta de los ciudadanos: un euro no vale lo mismo para aquellos que no tienen hogar que para los mileuristas, ni mucho menos para las grandes fortunas. Sin embargo, atendiendo a la palabra libertad, el hombre es dueño de sí mismo, y eso le convierte en dueño de aquello que ha producido como ser libre. Esta balanza entre igualdad y libertad se ha equilibrado mediante diferentes modelos de justicia fiscal a lo largo de la historia.

Ya en la edad antigua, la correcta definición del sistema de impuestos era de extrema importancia, y buena prueba de ello se encuentra en la política fiscal del Imperio romano. Cada emperador debía hacer frente a unas circunstancias diferentes, con continuos reajustes del sistema fiscal para adaptarse a la situación correspondiente, y se estratificaba el cobro de impuestos según la capacidad económica del individuo. Sin embargo, las constantes modificaciones no siempre daban con un sistema funcional: durante el Bajo Imperio, cuanto más injusto era el sistema, mayores eran los movimientos de los ciudadanos para esquivarlos. Las grandes fortunas y los terratenientes opusieron gran resistencia al cobro de unos tributos que consideraban exagerados. Para ello se agrupaban y retrasaban los pagos mediante soborno tanto como podían, hasta que el Estado acababa por perdonarles la deuda contraída con tal de que volvieran a tributar —curioso que tengamos problemas similares con la evasión de impuestos en la actualidad—. Ante la falta de pago de las grandes fortunas, el Gobierno se veía sin capital para financiar las guerras en las que se encontraba inmerso. Para ello, su respuesta no era otra que una subida de impuestos a las clases media y baja. La clase media desapareció y los ciudadanos ya arruinados pasaron a vivir en las tierras de aquellos terratenientes con dinero suficiente para evitar el pago de impuestos mediante sobornos, trabajando para ellos a cambio de estar exentos del pago de los mismos. Esta situación perduró durante décadas hasta que este deficiente sistema de impuestos contribuyó a la caída del Imperio romano de Occidente.

Así, un sistema excesivamente rígido lleva a un peligroso grado de privación de la libertad económica de los ciudadanos, que hacen lo posible para esquivarlo al margen de la ley. Por otra parte, un sistema desigual puede acabar destruyendo a la clase media, el motor más importante de la economía, y castigar de manera injusta a aquellos que menos tienen. Si una idea parece haberse asentado desde el tiempo de los romanos es la de que un sistema fiscal justo pasa por un impuesto progresivo para redistribuir la renta y lograr el equilibrio entre libertad e igualdad. Sin embargo, pese a estar asimilado por los ciudadanos, sigue sin dejar a todos satisfechos. ¿Es justo que una persona de bajos ingresos tenga que tributar un porcentaje cercano al que corresponde a alguien de renta elevada, sabiendo que lo que para uno es un lujo para otro puede ser una necesidad? ¿Es acaso justo obligar a alguien que ha trabajado arduamente a entregar al estado prácticamente un 60 % de la cantidad que ha ingresado, dejando sin recompensa una gran porción de su trabajo? ¿Qué nos queda, pues, para poder satisfacer a los ciudadanos con el sistema fiscal?

Para empezar, es necesario que el Estado cubra unos servicios públicos mínimos que aseguren la dignidad de la persona, con una tributación equitativa; pero suficientemente baja como para no coartar la libertad económica de los individuos. Evidentemente, con esto no se llega a unos servicios de la calidad de los actuales y para llegar a cubrirlos hay que encontrar el camino adecuado. Resulta que son muchos los gobiernos que han centrado sus esfuerzos en diferentes legislaciones, pero no muchos han pensado en la importancia de la concienciación de los ciudadanos. Y es que poca gente se detiene a pensar en que tener que pagar impuestos es una manera de cambiar el mundo. En España, hace un año el total de familias en paro rozó los 2 millones y gracias al subsidio por desempleo se evitó que muchas caigan en la más absoluta miseria. Asimismo, más de 8 millones de pensionistas pueden tener una vejez digna gracias al dinero recaudado por el Estado y millones de jóvenes tienen la oportunidad de cursar unos estudios que les permitirán, algún día, ser quienes levanten el país.

Por otra parte, muchos españoles se han acomodado a las facilidades del Estado y se aprovechan de las mismas para no tener que dar lo mejor de sí en el día a día, o utilizan los fondos públicos de forma ilegal. No sorprende que las grandes fortunas no se sientan incentivadas a pagar impuestos cuando en nuestro país más del 70 % de los funcionarios ocupan puestos vitalicios, frente al 10 % de media de la UE, y su sueldo no va necesariamente vinculado al rendimiento. Si además recordamos el mal uso de los fondos públicos en casos como el escándalo de los ERE —en que fondo público se destinaba a diferentes acciones fraudulentas como subvenciones, prejubilaciones o comisiones ilegales— se hace más difícil convencer a la sociedad de que pagar los impuestos es hacer el bien.

En definitiva, de poco sirve el sistema fiscal si no somos todos conscientes de que el dinero público es dinero de todos, de que cuesta obtenerlo pero que con él se puede hacer mucho bien. Tal vez haya que evitar una rigidez fiscal excesiva y gestionar los fondos públicos con rectitud, pero siempre dejando de lado el egoísmo y mentalizándonos de la situación actual; tanto de las posibilidades que ofrecen los impuestos para mejorar el país como de la importancia de no abusar de las facilidades del estado. Ojalá así podamos soñar, como dijo el profesor Noam Chomsky, con que llegará un día en el que pagar impuestos será una celebración; un día de alegría por poder reunirnos todos los miembros del Estado a hacer de nuestro país un lugar mejor en el que vivir.