Con los pómulos untados de arcilla, el cuello adornado con collares de hueso y el torso desnudo, el chamán baila alrededor de la hoguera. Una hora, dos horas, tres horas. A la décima aparece la primera nube en el horizonte. Al día siguiente cae la primera gota de lluvia en varias lunas. El júbilo invade a los integrantes de la tribu que se aprestan a agasajar al chamán con regalos y adulaciones.

Con frecuencia nuestros antepasados padecían la ilusión que sir Karl Popper acuñó como convencionalismo naïf: pensar que las normas y comportamientos humanos explican todos los hechos, sean sociales o naturales[1]. Todo lo que ocurre en el mundo encuentra su causa última en la acción de los hombres y mujeres que forman la comunidad. La tormenta se desata por el desprecio de un reyezuelo griego al divino Poseidón, la paupérrima cosecha es fruto de la ira que un matrimonio prohibido provoca a un dios con cabeza de serpiente y sí, si llueve es gracias a los prodigios del chamán.

Afortunadamente, el progreso racionalista que Schumpeter[2] creía causa y consecuencia de la emergencia del capitalismo redujo la influencia de esta ilusión. Hoy en día entendemos que las normas y los hechos son entidades diferentes, que estos no dependen exclusivamente de cómo nos pleguemos a aquellas. Sin embargo sobrevive un vástago del convencionalismo naïf en las páginas salmón de la prensa, las tertulias de bar —sean o no televisadas— y la sabiduría popular. Lo que llamo la falacia del chamán es la tendencia a sobreestimar la responsabilidad de nuestros dirigentes políticos en el devenir de la sociedad en general y la economía en particular.

Si nos centramos en la relación entre crecimiento económico y calidad de gobierno, existen infinidad de motivos para esperar una correlación imperfecta. Esta especulación se basa en que para el gobierno gran parte de los condicionantes del crecimiento son exógenos: choques tecnológicos, precio de las materias primas, bonanza de los principales importadores… Estos factores causan fluctuaciones aleatorias transitorias, según los economistas Larry Summers y Lant Pritchett, que producen el fenómeno de regresión a la media: una época de extraordinario crecimiento es más probable de prologar una fuerte desaceleración. En la misma línea, en su célebre magnum opus, El Capital en el siglo XXI, Piketty argumenta que los milagros económicos de la Francia de las Trente Glorieuses y la Gran Bretaña post-thatcherista se debieron principalmente al retraso relativo que ambas economías habían acumulado en los años precedentes al boom. Y sin embargo, seguimos acreditando a presidentes y ministros con los éxitos y fracasos económicos ocurridos bajo su mandato.

Los orígenes de la falacia del chamán, en mi opinión, son dos: la necesidad del líder y el eclipse del pensamiento contrafáctico. El primero se refiere al sesgo cognitivo que nos lleva a sobredimensionar la importancia de un individuo en la consecución de hitos colectivos. En la cultura popular abundan los ejemplos que ilustran este efecto. En Descifrando Enigma se ensalza al genial Alan Turing omitiendo las no menos geniales aportaciones de matemáticos como Marian Rejewski para la comprensión de la máquina Enigma. Messi y Cristiano copan las portadas del Sport y el Marca, a pesar de deberle su rendimiento al menos tanto al de su equipo como viceversa, como atestiguan las discretas actuaciones en sus respectivas selecciones. La última biografía de Winston Churchill lleva por subtítulo How one man made history, aunque este alarde tal vez esté justificado.

La segunda y más importante de las causas de la falacia del chamán es nuestra dificultad en usar el pensamiento contrafáctico. Este nos pide distinguir entre correlación y causalidad y estimar el impacto de un acontecimiento en función de lo que hubiese ocurrido de no suceder. La esperanza de vida de alguien que fuese hospitalizado el año pasado es menor que la de quien no lo fue. No por ello abren los periódicos con portadas incendiarias denunciando «hospitales homicidas». Todo el mundo sabe que aquellos a quien se hospitaliza también tendrían más probabilidades de morir si no se les hospitalizase. El verdadero impacto de la hospitalización en la mortalidad de los pacientes solo se obtiene comparando la salud de los atendidos con la salud de la que hubiesen disfrutado de no haber sido hospitalizados, también llamada contrafáctico.

Este ejemplo sanitario que se reproduce en auditorios nos parece ridículo. Pero cometemos tercamente errores similares cuando entramos en la arena socioeconómica. En cuestiones humanas, la causalidad y el impacto de las políticas no siempre es fácil de entender y menos aún de demostrar. En España, esto les permite a los unos hinchar el pecho ante lo que valoran como una recuperación milagrosa, considerando la horrible herencia recibida. A otros les hace ondear las calamitosas cifras de paro, pobreza y desigualdad que sufre el país como prueba irrefutable de la incompetencia y malicia del gobierno. A partir de ahí, retuits y decibelios han de dirimir quién lleva razón. A este fenómeno lo llamo polarización arbitraria. En la esfera pública, no creo que las notables excepciones a este patrón dejen de ser una minoría.

Al menos tres motivos fomentan el fenómeno de polarización arbitraria y por tanto la falacia del chamán. Primero, comentaristas y agentes políticos huyen como de la peste de cuantificar los objetivos de sus políticas o propuestas. Se puede argumentar que este es un ejercicio difícil y sin duda lo es, pero aún más es juzgar si las mismas políticas han funcionado o no, y no por ello deja de hacerse a diario. ¿Cuántos empleos tendrían que crearse —por encima de la media europea, por ejemplo— para que el PSOE o IU rectifiquen su rechazo a la reforma laboral? ¿Cuántos habrían de destruirse o dejar de crearse para que el PP diese marcha atrás? Ni se sabe, ni se sabrá. Segundo, incluso si se omite una cuantificación detallada, los objetivos —o estragos para los detractores— han de explicitarse antes de que la medida se ponga en marcha. En la política española, los agentes juegan a una ruleta rusa en la que siempre ganan: no eligen el número hasta que sale. Tercero, desde las instituciones ha de realizarse un verdadero esfuerzo para mejorar la evaluación empírica de las políticas públicas. Como indican los gurús de la econometría Joshua Angrist y J. Pischke, los avances en economía aplicada de las últimas décadas se han dado principalmente por una mejora del diseño de los estudios. Ganaríamos todos si las propuestas que se generen y apliquen en adelante tuviesen en cuenta cómo determinar su éxito o fracaso.

Venga o no la lluvia, el chamán seguirá danzando, energizado por la necesidad del líder y el eclipse del pensamiento contrafáctico, alimentado por la polarización arbitraria. De nosotros depende venerarle, echarle a la hoguera o no hacerle más caso del que merece, exigir a nuestras élites narrativas convincentes, basadas en la evidencia y siempre refutables, que fundamenten sus políticas y propuestas.

 

[1] ^Karl Popper (1945): The open society and its enemmies, Capítulo V: Nature and Convention, p 50.

[2] ^Joseph Alois Schumpeter (1942): Capitalism, Socialism and Democracy, Capítulo XI, The Civilization of Capitalism, p 121.