Corrían los últimos años del siglo XX en España y, tras la crisis de 1993, comenzó el conocido ciclo Solbes-Rato (Ministros de economía turnantes), caracterizado por un crecimiento económico constante, una de cuyas principales variables fue la construcción de más de medio millón de viviendas nuevas cada año. Se llegó a alcanzar el millón de compraventas entre vivienda nueva y usada en 2005-2006, cuando ahora apenas se supera las 400.000. Los préstamos hipotecarios funcionaron a las mil maravillas.

 

Llegó entonces la crisis y se acabó el crédito bancario. Amplias capas de la población dejaron de poder elegir entre alquilar o comprar. A consecuencia de ello, la demanda de alquiler aumentó. Intentando responder a este incremento, y a partir del dogma de que mayor flexibilidad traerá mayor oferta, se reformó en 2013 la Ley de arrendamientos urbanos para bajar de 5 a 3 años la prórroga mínima a que tiene derecho el inquilino (aún vigente). Soluciones como esta parecían tener sentido  durante unos años en los que se pronosticaba que no tardaríamos en volver a tener  un mercado de vivienda boyante. Sin embargo, la burbuja no sube como hace diez años, las coordenadas son nuevas, y la legislación pre-crisis unida a estos parches no acaban de solucionar el problema.

 

En la sólida pared de la vivienda española, podríamos decir que se ha abierto una grieta inesperada: la burbuja no rebrota, la demanda de alquiler se dispara, la hipoteca está en crisis. Para hacer frente a la misma, debemos cuestionar algunas «verdades oficiales», abriendo una grieta a estas nuevas coordenadas en el pensamiento sobre el tema.

 

La gente más modesta ya no puede comprar: en 2006 se firmaron 1.200.000 préstamos; en 2016, apenas llegaron a 300.000

 

Por un lado, la crisis ha hecho que un 20 % más de personas dependan de viviendas en alquiler. Un aumento que no es voluntario: la mitad son inquilinos por obligación. Para estas personas, el arrendamiento es inasequible en las zonas céntricas de las grandes ciudades, pues los precios fluctúan mucho, y las rentas son revisables cada poco tiempo (salvo firma de contratos de larga duración, lo cual no suele ocurrir para evitar perder libertad de decisión). Este es el principal motivo por el que, quien puede, compra. Como explica el Profesor Sergio Nasarre, quien desde la Cátedra de Vivienda de la Universitat Rovira i Virgili (reconocida por la UNESCO) ha sido uno de los académicos que más ha estudiado el tema, «hoy alquilar no es una opción viable».

 

Ello nos lleva al campo de la propiedad, donde hay otro problema: la gente más modesta no puede comprar, pues la principal vía de acceso a la propiedad es el préstamo hipotecario. Un préstamo que escasea: en 2006 se firmaron 1.200.000 préstamos; en 2016, apenas llegaron a 300.000. Pese a estar el tipo de interés en mínimos, la mayoría son de tipo fijo. La cantidad prestada cada vez es menor, por lo cual disminuye la cuota. Se presta menos porcentaje del precio, y a menos gente, de modo que pesa más lo ahorrado previamente. La escasez de préstamo ha propiciado un dato inédito: el 30 % de las viviendas se compran al contado. Resultado: caída drástica de los precios en ciertas zonas, incluso en algunos barrios de las grandes ciudades (en el municipio de Madrid se puede comprar, con metro a la puerta, pisos por menos de 60.000€).

 

La dificultad en el acceso al crédito ha propiciado importantes transformaciones: el 87 % de los compradores son familias, para uso propio (en 2013, eran solo el 78,1%). Fruto de ello, España construye los pisos más grandes de su historia reciente porque las promotoras no construyen para jóvenes: el mini piso no tiene demanda segura. Se dice que el mercado ha echado a los jóvenes (afectados por la situación laboral, pero también por la falta de alternativas en vivienda), que se ven atrapados entre la falta de crédito y la escalada de precios del alquiler.

 

El resumen de situación sería pues este: gran stock, precios bajos, la propiedad convertida en un lujo cada vez mayor, el alquiler en un problema de fluctuación de precios imposible. O como dice el eslogan: casas sin gente, gente sin casa.

 

Fotograma de 'El milagro', de Harley Martínez.

Fotograma de ‘El milagro’, de Harley Martínez.

 

Y frente a ello, ¿qué hacer? Lo normal, cuando un político ve un problema así es que prometa tomar la iniciativa desde el Estado y construir mini-pisos, viviendas de protección oficial (VPO), etc. Así se hizo a mediados de la primera década del siglo XXI: la creación del Ministerio de la Vivienda entre 2004 y 2010 o las promesas electorales en materia de vivienda en las municipales de 2007 son un ejemplo. Una respuesta que además permite inauguraciones, concursos masivos de demandantes de vivienda…pero que no resuelve más que una pequeña parte del problema, que lo es para mucha más gente de la que dichas casas baratas pueden acoger: la vivienda protegida apenas absorbe el 10 % de la demanda (ver estadística registral). La política de VPO es como pretender solucionar el paro a base de empleados públicos: una noble declaración de intenciones que nunca alcanzará a resolver el problema. La solución, más que por aumentar la respuesta subsidiaria del Estado (que es lo que es la VPO), pasa (como en el empleo) por aumentar el mercado, lo cual requiere dos líneas de actuación: una para la propiedad, y otra para el alquiler.

 

El modelo hipotecario debe sobrevivir, pues entidades más responsables pueden ocupar el lugar de quienes lo hicieron mal

 

Para la propiedad, hay que tener en cuenta que si se ha llegado hasta aquí ha sido gracias al buen funcionamiento del préstamo hipotecario. La reciente tendencia al populismo anti-bancario (convirtiendo todo en impugnable, pretendiendo cambiar las reglas del crédito a mitad de partido a quien prestó el dinero, extremando el celo en qué se considera abusivo), en el que han caído hasta los jueces (se habla ya de populismo judicial), es una tendencia tan seductora como desaconsejable. Ahora bien, lo que sí se puede hacer, como en tantos otros sectores, es ampliar las opciones, es decir, la competencia entre prestadores. Parte de la facilidad del préstamo se debió a la sana competición entre entidades. El que algunas fuesen irresponsables, o el que lo fuesen algunos consumidores, no pone en cuestión el sistema, si no a quienes lo hicieron mal. El modelo hipotecario debe sobrevivir, pues entidades más responsables pueden ocupar el lugar de quienes lo hicieron mal. Por ejemplo, en la siempre adelantada Navarra, el 40 % del préstamo lo dan a día de hoy las cooperativas de crédito, y no los bancos (frente a menos del 10 % en el conjunto del Estado).

 

Pero además del préstamo hipotecario, nuestras leyes ofrecen otras vías infrautilizadas como el derecho de censo, el derecho de superficie, el alquiler con opción a compra, o la venta a plazos con condición resolutoria, así como las recientes figuras del Derecho catalán de la propiedad temporal y compartida (sobre las cuales ya he hablado, y puede oírse aquí). Dichas fórmulas alternativas no salen adelante porque todo el régimen fiscal está previsto para el mercado hipotecario. Una reforma fiscal inteligente, como la propone algún think tank incipiente (vease la propuesta del grupo Qveremos), daría alas a una opción intermedia entre el arrendamiento y la propiedad con hipoteca, que permitiría un mercado de la vivienda más inclusivo.

 

Finalmente, la flexibilidad no termina de ofrecer un alquiler asequible a la mayoría. Tal vez el problema esté precisamente en la falta de estabilidad. Un régimen de arrendamientos más estable en duraciones y precios tal vez resultase más atractivo tanto a arrendadores como a inquilinos. El modelo alemán, en el que se han fijado los expertos, algunas de cuyas propuestas está probando ya Catalunya, podría resultar interesante para España a medio plazo.

 

Probablemente estemos en uno de los momentos de la historia donde más viviendas disponibles hay. Si no es más sencillo el acceso es por falta de financiación, o por una legislación que no canaliza bien las necesidades sociales. Si se saben hacer las reformas necesarias para las nueva situación derivada de los años de larga crisis, podríamos ver un sueño hecho realidad: un mercado de la vivienda inclusivo, donde acceder al mismo no sea un problema tan grande como ahora. Ello dependerá de que sepamos reparar la grieta que se ha abierto en tiempos de crisis, y de saber abrir nuevos cauces que permitan aprovechar los huecos de nuestro sistema para hacerlo más fácil.