El 2 de julio de 2013 los países emergentes consiguieron que su peso relativo en la economía mundial sobrepasara al de los desarrollados. Al final de ese año, los emergentes se subieron al tren de desarrollo y los países avanzados dejaron de jugar solos en el campo.  Pero, ¿cuál fue el punto de partida y cuál es la siguiente parada?

En 1980, según el World Economic Outlook (WEO) del Fondo Monetario Internacional, el PIB mundial ascendía a 12.794 miles de millones de dólares de Paridad de Poder de Compra (PPP[1]) y la población mundial a 4.453 millones de personas. Aunque menos del 25 % de la población habitaba en países desarrollados, estos eran capaces de producir más del 63 % del PIB global y, por tanto, disfrutaban de una renta per cápita de 9.960 $ PPP. El resto de ciudadanos del mundo apenas eran capaces de producir un 37 % del PIB mundial y debían contentarse con una renta per cápita de apenas 1.464 $.

Aunque menos del 25 % de la población habitaba en países desarrollados en 1980, estos eran capaces de producir más del 63 % del PIB global

En 2014, el panorama ha cambiado drásticamente. Más de 30 años de crecimiento económico y de globalización han llevado a alcanzar un PIB de 106.998 miles de millones de $ PPP, pero esta vez los países desarrollados y los países emergentes contribuyen en aproximadamente un 50 % a este resultado. Aunque la mayoría de la población mundial sigue viviendo en países emergentes, ese vuelco en el protagonismo productivo ha generado dos fenómenos que no pertenecían al consenso de hace unas décadas.

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El primero, que los países emergentes se han convertido en la locomotora del crecimiento mundial (sobre todo a partir de la Gran Recesión de 2008). Entre 1995 y 2014, en promedio anual, el 76 % del crecimiento mundial se ha producido en economías emergentes.

El segundo, que como consecuencia del crecimiento experimentado por estos países, los niveles de renta a los que podía aspirar la mayoría de su población han aumentado sustancialmente. En concreto, la renta per cápita del país promedio emergente ascendió a 10.051$ PPP en el año 2014, un nivel seis veces mayor del que tenían en los años 80.

El Cuadro 1 ilustra las tasas de crecimiento para las distintas regiones del mundo. Los datos muestran que no solo han experimentado tasas de crecimiento marcadamente distintas en el periodo 1980-2014, sino que, además, la volatilidad de ese crecimiento también ha sido muy diferente. A la cabeza del ranking de países con patrones de crecimiento volátiles se encuentra la Europa emergente (las circunstancias políticas y sociales de la década de los 90 les llevaron de economías planificadas a economías de mercado en un proceso de cambio que se denominó de shock), le siguen de cerca África subsahariana, Oriente Medio y América Latina. A gran distancia y con crecimientos menos volátiles, se sitúan Asia y los países desarrollados.

Tanto los datos del cuadro como los mencionados anteriormente no solo muestran el profundo cambio que se ha producido en la economía mundial en las últimas décadas de globalización acelerada, sino que hacen más que razonables dos ideas con un potencial de cambio igualmente muy poderoso.

La primera idea es que el relevo de protagonismos relativos es irreversible e implicará cambios políticos y culturales de gran trascendencia. El 20 % de la población mundial no volverá a controlar ⅔ de la economía global y tendrá que ser testigo de la irresistible ascensión política y económica de los emergentes más dinámicos (China, India, Pakistán…). La implicación es que el futuro se parecerá muy poco al pasado que hemos conocido desde la Revolución Industrial. Esta nueva transformación requerirá un mayor grado de coordinación entre los países, cambios institucionales y en la gobernanza mundial para acomodar las realidades del nuevo equilibrio del poder global. Todo ello generará en unos países grandes incertidumbres y decepciones entre los «perdedores» y en otras regiones creará fundadas expectativas de mejora sostenida del nivel de bienestar de sus ciudadanos.

Esta nueva transformación requerirá un mayor grado de coordinación entre los países, cambios institucionales y en la gobernanza mundial para acomodar las realidades del nuevo equilibrio del poder global

La segundas idea es que —al igual que ocurrió en los siglos XIX y XX en Europa y Norteamérica— el crecimiento económico tenderá a reducir la pobreza y, en consecuencia, en todas estas sociedades irá apareciendo una clase media.  De hecho,  y a pesar de las dificultades que existen a la hora de definir y medir el concepto de clases medias, son muchos los estudios que indican que la Revolución de las Clases Medias ya está teniendo lugar en las economías emergentes. Este nuevo grupo social (que no necesariamente se parecerá a lo que nosotros entendemos como clases medias europeas) tendrá unos valores políticos, culturales y económicos lo suficientemente distintos a los otros segmentos de la población como para tener consecuencias no solo sobre la economía, sino sobre la política de los países que la están protagonizando.

Una nueva clase media emergente indica que vamos por el buen camino, ya que es precisamente esta clase social la que promoverá el desarrollo de capital humano, creará una demanda estable de bienes y servicios, apoyará unas instituciones políticas y económicas inclusivas y, en su conjunto, sustentará el crecimiento económico a largo plazo.  ¿Cómo aseguramos su sostenibilidad? La consolidación de las clases medias no solo dependerá del crecimiento sino también de la volatilidad del mismo, el grado de desigualdad en la distribución de la renta y las políticas de redistribución. La historia económica de muchos países emergentes es una buena prueba de que los modelos de boom-and-bust, tan propios de países con una baja calidad institucional o un reducido arsenal de políticas contracíclicas, no suelen dar lugar a periodos de prosperidad y cambios sociales sostenibles. Más bien todo lo contrario: aunque en los periodos de auge, el bienestar aparente de la población crece exponencialmente, cuando la crisis llega y el ajuste se hace inevitable, los costes sociales se disparan y un elevado porcentaje de la población que había logrado escapar de la pobreza vuelve inexorablemente a caer en ella. El caso de América Latina en el periodo 1960-2003 es un buen ejemplo de esta « frustración» de expectativas de mejora macroeconómica. Entre 1960 y 1977, Brasil creció a tasas que hoy se llamarían «chinas»: al 8 %, con baja inflación y magníficas perspectivas para el despegue. Pero la realidad es que nunca lo consiguió. Los porcentajes de pobreza siguieron siendo escalofriantes, la democracia se quebró y, a partir de los ochenta, el país encadenó una crisis tras otra. México en los ochenta y en 1994, Argentina en los ochenta y nuevamente en 2001, Colombia en 1999 y Uruguay en los ochenta y en 2003 son ejemplos muy claros de que el crecimiento intenso por sí solo no es condición suficiente para crear y asentar las clases medias. También hace falta que el crecimiento se sostenga en el tiempo y que esté acompañado de estabilidad de precios y buenas políticas e instituciones. Sin ello, en el mejor de los casos la reducción es temporal y en el peor un puro espejismo. Los países emergentes tienen tareas pendientes, puesto que según el Worldwide Governance Indicators (que analiza seis dimensiones clave de la gobernanza),  los países emergentes siguen obteniendo resultados insatisfactorios en materia de calidad gubernamental.

¿Qué quiere decir todo esto? ¿Estamos ante el fin del optimismo en los «países desarrollados», el declive del «sueño americano» y/o el inicio del «desencanto por la globalización»? Tanto como eso es mucho decir. Pero lo que desde luego sí que va a ocurrir es que los efectos de esta «Revolución de las Clases Medias» no se quedarán confinados a los mercados internos de los emergentes. Las clases medias del subdesarrollo se están expandiendo debido a la globalización. Tan pronto como tengan comportamientos propios de clase media —es decir, comience a sufrir cambios en su propensión media al ahorro, consumo, endeudamiento, apetito de riesgo, etc.— cambiará la naturaleza y actuales equilibrios (o desequilibrios) de la globalización. En el neto, eso será positivo para la Humanidad, aunque comporte el fin del sueño americano de algunos.

[1] ^La Paridad de Poder de Compra (PPP, por sus siglas en inglés) intenta calcular el tipo de cambio entre las divisas de dos países necesario para que se pueda comprar la misma cesta de bienes y servicios en la divisa de cada uno, es decir, para que el poder adquisitivo (o poder de compra) sea equivalente.