Con Meteoro, el debut literario de Mireya Hernández (1981), nos adentramos en el mundo rural con una novela postmoderna, muy fragmentaria. Parte de la literatura de antaño se relacionaba mucho con la vida en el campo, sin embargo, esto entra en decadencia y a partir de los noventa se centra en lo urbano y en la no localización, como vemos en autores como Ray Loriga o Muñoz Molina. España tiene vergüenza de la tradición cultural, complejo de atraso tras el franquismo. Solo en los últimos años se ha recuperado una literatura que mira al mundo rural y de esta participa Meteoro.

La mirada que Mireya lanza al campo nada tiene que ver con la de la tradición anterior. Podemos pensar en Nini, personaje de Las Ratas de Miguel Delibes, y considerarlo un garrulo por no haber salido nunca de su pueblo. Nini tiene su entorno perfectamente digerido —conoce y anticipa las lluvias, lo que salva las cosechas— y es ajeno a la frustración que produce el cambio de ritmos que exigen otros lugares. En cambio Martina y Pablo, protagonistas de Meteoro que abandonan la vida urbanita para irse a vivir a una aldea de ocho habitantes, no cuentan con estas «ventajas».

Si en la literatura rural tradicional hay familiaridad con el entorno, Meteoro viene a reivindicar las consecuencias de no contar con esos lazos. El ideal romántico de la vida retirada parece olvidar que muchos de los que la vienen buscando necesitan de un proceso de adaptación, que la sensación de libertad puede dar paso a la claustrofobia, que incluso puede ser necesario desaprender lo anteriormente adquirido debido a cuestiones de incompatibilidad. Al llegar al campo, Martina tiene que lidiar con la desaceleración del tiempo, que todo lo magnifica, para pronto percibir que paralelamente su relación amorosa se desbarajusta. Vive en La Oliva y nunca se ha sentido tan extraña.

 

«Estoy cansada. Hace tiempo que no me reconozco. Como el conejo blanco que sale de la chistera y asoma la cabeza ante el público asombrado. Yo soy ese conejo blanco y el público asombrado. ¿Cómo he acabado en un cuerpo que no es el mío, con una cabeza que no me corresponde?»

 

Incluso su escritura viene a evidenciar la brecha que separa los dos mundos: la vemos saltar de una idea a otra a modo de hipervínculo, utilizar metáforas que delatan una pasión por el universo cuyas fronteras espaciales no imaginan los habitantes de La Oliva, se lanza a experimentar con técnicas atrevidas y variadas que contrastan con la monotonía del campo. Martina está contaminada por su vida anterior. Es consciente de que las dos chocan y esto le lleva a preguntarse por la carga de la experiencia previa a lo largo de toda la obra. Por el pasado que sigue en activo, todavía decidiendo. ¿Y qué son los genes más que partículas del pasado que nos sentencian? ¿Qué sentido tendría el miedo a la muerte sino estuviese infundado por el recuerdo de los que murieron? La tristeza de Pablo ¿no viene de una infancia lejana en la que se sentía incomprendido?

Y aquello de lo que cada vez duda más también el lector: ¿Es posible desaprender? Meteoro, símbolo de la novela, es el halo de luz que deja un meteorito al atravesar la atmósfera. Es la evidencia de que el pasado muchas veces camina a la altura del presente. De que, para bien o para mal, todo deja una estela.

 

«La gente que se va deja huecos. Al morir, algunos nos convertimos en supernovas y otros en agujeros negros. La luz que emitimos al desaparecer varía en función de la persona, y el brillo que permanece durante un tiempo es más o menos intenso según haya sido la vida que se apaga».

 

© Inés Ybarra

© Inés Ybarra

En el pueblo se cuenta la historia de «El hombre al que se curó la depresión en el río de La Oliva». Esa dimensión paliativa ¿ejerce sobre todo aquel que llega al pueblo? ¿o es una quimera para un urbanita ir a vivir una aldea de ocho habitantes?

Creo que depende mucho de cómo sea la persona. Lo que a uno le hace bien a otro le puede matar. Irse a vivir a un pueblo puede ser una gran idea o una fantasía que no funciona en el plano real. En la novela se habla del amor como acto de fe y como renuncia. Pueden parecer dos conceptos contrapuestos, pero no lo son. La protagonista quiere creer en algo y para ello tiene que desprenderse un poco de lo que ha creído hasta entonces. El amor tiene algo de antagónico también, tiene algo de inocencia y algo de sacrificio, algo de incertidumbre y de expectación (y de idolatría también) y algo de perderse por el camino, de renunciar a lo que te define para ceder un poco ese terreno al otro. Es posible que en esta relación en concreto haya más renuncia que otra cosa, pero creo que la renuncia nace de la fe, o es una consecuencia de ella, como esas monjas de clausura que rechazan una vida normal por dar prioridad a su relación con Dios.

 

Al llegar a La Oliva, Pablo y Martina se instalan en Beneded, una casa centenaria que estará muy presente a lo largo de toda la obra. Beneded parece sufrir. ¿La casa exterioriza los sentimientos de la relación? ¿Es un catalizador de esta?

Totalmente. Beneded es una especie de trasunto de la relación. Hay un paralelismo entre el declive de la relación de los personajes y el desmoronamiento de la casa donde viven. Salvo al principio, en que la pareja está fuerte y la casa se encuentra en un estado ruinoso, en el resto de la novela ambas se resienten a la vez. Por más que Pablo intente tapar grietas o arreglar goteras, el frío y la lluvia se siguen colando. La carcoma se come la madera, las mosquiteras se rompen, las cucarachas y hormigas invaden la cocina, la luz se va, aparecen olores raros y la tormenta se lleva el toldo que pusieron en el patio.

 

En Meteoro  vemos un progresivo deterioro de la relación amorosa que culmina con la ruptura. Sin embargo, aunque la cuesta abajo es evidente, el malestar no se transmite de forma directa. Por ejemplo, en la obra no encontramos ninguna discusión entre la pareja. ¿El declive de la relación toma forma a través de otros elementos?

Bueno, sí que hay discusiones, pero muy sutiles. A veces con una metáfora queda claro lo que está pasando entre ellos. Seguimos la relación a través de los sueños, de las referencias científicas o históricas, del desgaste de la casa… Hemingway tenía la teoría del iceberg. Decía que había que contar una historia contando otra. Una amiga que se leyó el libro me dijo que no hablaba sobre una relación de pareja, sino sobre la vida de una mujer en el campo y su reacción a todo lo que le rodeaba. Creo que es porque muchas cosas de las que hay en la novela no están ahí, no se ven. Se intuyen, pero están por debajo, como buceando por debajo de las palabras.

Lo importante queda bajo la superficie, como en el ajedrez, que es un juego invisible: vemos las piezas y a los dos oponentes que las mueven alternativamente, pero no la estrategia, no lo que los jugadores están pensando. La parte principal permanece oculta, y eso me gusta. Es lo que decía Hitchcock de sugerir y no mostrar. Una novela tiene que saber expresar ciertas ideas con palabras, pero también tiene que saber emplear bien el silencio, las elipsis. En algún momento se cuentan cosas con una frase, con una palabra incluso. O con un símbolo. Y no hace falta explicar nada. De hecho, si lo explicara me lo cargaría.

 

La desaceleración del tiempo, motivada por el cambio de la vida en la ciudad a los ritmos de la vida rural, ¿está relacionada con la aceleración de la inquietud mental de Martina?

 Martina ha vivido la mayor parte de su vida en un entorno urbano y le cuesta adaptarse al silencio y al ritmo del campo. Añora lo que en un principio podría parecer despreciable: el ruido, los atascos, la polución. En un momento dado dice:«El tiempo ya no es el de los relojes, es el del viento, el de la distancia entre dos relámpagos, el de los rayos de sol bañando la pared de piedra de Beneded». En el fondo lo que echa de menos es relacionarse con gente, y de alguna manera la soledad a la que está expuesta en el pueblo le parece mucho más inhumana y dañina que todos los males de las grandes urbes.

 

La historia de Meteoro, ¿estaba planeaba antes de escribirse o va surgiendo sobre la marcha?

Qué va, no había nada planeado. Partí de una idea y esa idea se fue ramificando y ampliando a medida que avanzaba. En ningún momento sabía cómo iba a terminar, ni qué faltaba ni qué sobraba. No había una trama definida, sólo un montón de ideas que me surgían o me interesaban: las herencias familiares, la idealización del amor, los traumas infantiles, la incomunicación, la culpa, los fantasmas del pasado, la búsqueda del padre… Belén Gopegui decía que se puede escribir con brújula o con mapa. Yo definitivamente escribo con brújula.

 

Meteoro es una obra postmoderna que acoge muchas técnicas. ¿No te ha dado vértigo experimentar tanto en tu primera novela?

El vértigo lo he sentido al contar ciertas cosas, no al decidir contarlas de una forma u otra. Al escribir no era consciente de las técnicas que usaba. De hecho, como no leo muchas cosas contemporáneas, me parecía que estaba escribiendo un híbrido extraño, que no era una novela. Lo veía más como un cajón desastre donde cabe todo. El proceso de escritura fue totalmente anárquico, y al final tuve que montar una centena de fragmentos que no seguían ningún orden y rellenar los huecos que quedaban. Parecía un tente o un tetris. No soy una persona muy disciplinada, así que creo que aunque hubiera querido no podría haberlo hecho de otro modo.

 

Las entradas de Wikipedia y referencias científicas que introduces, ¿ayudan a Martina a entender sus propios sentimientos? ¿Todo se relaciona con todo?

Más que a entenderlos, a explicarlos. Mientras escribía el libro tenía la sensación de que cualquier cosa que leyera o que me contaran se relacionaba con la historia. Creo que estaba tan metida que buscaba esa conexión hasta con lo más insospechado. La física cuántica, Superman, Houdini, Rayers Sam, mi bisabuelo que se jugó su destino a cara o cruz, la deriva y la derrota náuticas, los test de Rorschach, Iván el Terrible, los arenques, los castores, las ginetas, las Brigadas Rojas, los ataúdes de los gitanos, el cáncer, la Luna y las mareas, las estrellas, los asteroides, Ícaro, los aviones, la historia de Mathias Rust, el accidente de Malaysia Airlines, el asesinato de John Lennon…

Las referencias científicas eran una manera de decir que lo que nos pasa a nivel individual también pasa a nivel espacial, o que el universo está lleno de ejemplos que sirven de espejo a lo que nos pasa en nuestros pequeños micromundos.

 

Mireya Hernández. Fotografía de Ruth Zabalza.

Mireya Hernández. Fotografía de Ruth Zabalza.

Los sueños de Martina y Pablo tienen mucho peso en la obra. ¿También funcionan estos como hilo conductor?

 Los sueños son un reflejo de la personalidad de los personajes. A medida que avanza la historia vemos cómo se van transformando en pesadillas y cómo el miedo sustituye al humor. En lugar de explicar cómo se siente Pablo, cuento un sueño muy angustioso que ha tenido. Creo que es mucho más efectivo hablar de que un terrorista del Estado Islámico trata de clavarle una espada en el estómago cuando se ofrece voluntario para salvar el mundo que decir que es una persona que soporta una gran carga. Me parece que los sueños en esta novela no son secundarios, porque ayudan a entender las inquietudes y temores de los protagonistas.

 

Una amiga de Martina, enferma de cáncer, le transmite una frase contundente: «Unos heredan una casa y otros un pasaporte oncológico». La influencia del pasado, sobre todo de la infancia, así como la influencia de los genes, están muy presentes en Meteoro. ¿Podemos huir de ellas?

Creo que no. Podemos hacer un esfuerzo por mejorar lo que hemos vivido o aprendido, pero zafarnos por completo de ello me parece muy difícil. Es huir hacia delante, pero cuando te das la vuelta el monstruo sigue ahí. La infancia de una persona es muy determinante en su vida, igual que la relación con su familia. La frialdad y el hermetismo de Pablo son herencias de su padre, del que trata de escapar. La falta de comunicación es lo que ha visto en su casa.

Creo que nuestra estructura familiar influye notablemente en la manera que tenemos de relacionarnos con los demás. Por mucho que intentemos evitarlo, o que nos tapemos los ojos, los conflictos sin resolver y los traumas del pasado vuelven, y los fantasmas salen a la superficie mientras dormimos o en momentos de máxima tensión. Es necesario ser consciente de ese pasado para intentar vivir en paz en el presente, porque las heridas sin cerrar siempre acaban abriéndose. Como digo en un momento de la novela,«en las mareas sale a flote lo que se creía enterrado en el océano».

 

En esta misma línea, ¿crees que la culpa también se hereda?

Bueno, la culpa es la base de la cultura clásica y judeocristiana, así que probablemente sea una herencia colectiva más que individual. Pero en el caso de Pablo está muy arraigada, y orbita sobre casi todas las decisiones que toma. Es cierto que le pasa lo mismo a su padre y a su abuelo: los tres son personas con una gran carga que viven un poco en tensión y tienen problemas para exteriorizar lo que sienten. En un capítulo del libro Martina hace un viaje a León con Pablo y sus padres y van a visitar la Cruz de Hierro, que es un montículo donde los peregrinos del Camino de Santiago se libran de las culpas que han ido cargando durante su vida. Me pareció muy potente la imagen de los cuatro personajes en aquel sitio tan liberador.

 

La última noche que pasan juntos Martina y Pablo, parece que desaparece todo el malestar y la distancia que precede ese momento. «El arenque es el único animal que antes de morir brilla». Esta situación momentánea, ¿se debe a que son conscientes que la relación está muerta y ya no tienen la frustración por intentar salvarla?

 Es posible que sean conscientes, pero se aferran a ella como el ahogado que nada a contracorriente antes de morir. También bailaban en el Titanic cuando el barco se estaba hundiendo.

 

Los dientes delanteros del castor nunca dejan de crecer, «si no los desgastara constantemente comiendo y talando árboles se le clavarían en el paladar, provocándole una perforación mortal». Si trasladamos esto a una relación sentimental, ¿crees que el desgaste es necesario? ¿No es algo inevitable que la vida en sí, del uso, se desgaste?

Claro, totalmente. Vivir es una manera de morir, también, de ir muriendo poco a poco. Nuestra vida se va desgastando, igual que los dientes de los castores. Las relaciones también cambian, evolucionan, y las crisis a menudo sirven para fortalecerlas. En la novela se habla mucho de la idealización, de la proyección que existe en toda historia de amor. Stendhal decía: «Vemos una visión en lugar de una persona durante todo el tiempo que dura el encanto». El problema viene cuando esa ilusión es sustituida por una realidad; eso es lo que acaba matando a muchas relaciones, porque la aceptación de la realidad no es fácil.

 

Meteoro es el halo de luz que deja un meteorito al atravesar la atmósfera. Es la evidencia de que todo deja una estela. ¿Qué nos queda de los que han muerto? ¿Qué nos queda de las relaciones pasadas? ¿Son reemplazables o insustituibles?

La gente al morir deja huecos. No me refiero a recuerdos, ni a fotos, ni a grandes frases, sino a una carga, a una forma de vida, a un esquema mental y sentimental. No creo que nos afecte menos la vida de aquellos a los que no hemos conocido que la de nuestros padres. Estamos hechos de ellos, por mucho que hayan nacido siglos antes que nosotros. Para mí el meteoro es ese rastro que queda cuando algo desaparece, la huella que deja el pasado, la familia, la tradición, el amor. Las relaciones dejan en nosotros una huella imposible de borrar, y nos configuran de alguna manera para lo que seremos más tarde. El futuro traerá cosas nuevas, pero las que han sido permanecen.