Desde finales de 2015, el trap se ha convertido, de forma progresiva, en uno de los temas más recurrentes en todos los medios pseudoalternativos cuyo público objetivo ronde entre los dieciséis y veintidós años. También le dedican sus páginas los gigantes del periodismo de masas, como vimos en este artículo de El Mundo escrito con motivo de la publicación del primer disco de los Pxxr Gvng, donde se definía al trap como una «forma de ‘rap’ nihilista, sexual y estupefaciente». Todo contenido relacionado con este movimiento está destinado a recibir una jugosa cantidad de clicks, desde breves artículos hasta entrevistas, pasando por rankings y playlists que, al menos en el caso de España, están hechas con el mismo criterio con el que se elige tal o cual fruta del mismo cesto en el supermercado. Esto se ve claramente con Trapeo, lista elaborada por Spotify en la que, bajo la etiqueta de «lo mejor del trap y el dancehall», se incluyen artistas tan distintos entre sí en lo que a sonido y temáticas se refiere como lo pueden ser Yung Beef, Pimp Flaco, Bad Gyal o Maka.

Pero en este artículo no nos centraremos solo en el trap español, sino que también tomaremos ejemplos de artistas estadounidenses y latinoamericanos, siendo estos los principales referentes en nuestro ámbito nacional. Sea donde sea, a estas alturas hablar de trap no es hablar de una nueva ola, sino de un tsunami que, según la escena de la que hablemos, ha hecho rico a todo el que ha sabido surfearlo (o, al menos, le ha proporcionado un medio de vida digno, sin importar la edad ni la clase social). Y para muestra, un botón: Gazzy García, trapero estadounidense más conocido por su alias Lil Pump, de diecisiete años e hijo de inmigrantes mexicanos, acumuló su primer millón de dólares hace apenas unos meses tras el éxito cosechado durante el último año—tal como nos hizo saber en un post en su cuenta de Instagram—. Y es precisamente este carácter tan imparable, tan colosal, tan evidente como fenómeno, lo que hace que, a pesar de los ríos de tinta que han corrido —como puede verse en este extenso repaso por el panorama musical español durante 2016 o en este reciente artículo publicado en El País—, aún no se haya alcanzando un verdadero consenso para definir qué es el trap.

Por nuestra parte, en el ámbito de las líricas, nos ceñiremos a la definición «genética» de este, cuyo origen se encuentra en las traphouses estadounidenses: espacios de trapicheo y consumo de estupefacientes situados en los barrios marginales, y que ha sido reafirmada por artistas de la talla de Arcángel o 21 Savage (aquí y aquí, respectivamente). Así, el trap no sería sino un género caracterizado por sus letras sobre actividades delictivas, violencia, la cosificación de la pareja sexual y sobre todo el flexeo, que no es más que presumir, chulearse de manera creativa sobre todo lo anterior. Pero no basta con esto: también es necesario que toda esta chulería esté respaldada de alguna manera por vivencias reales o, al menos, que el artista de turno lo haga lo suficientemente creíble; o sea, que si no es un real g, al menos debe aparentar serlo. Un ejemplo de esto que comentamos, aunque sea por la vía negativa, serían aquellos «traperos» que no solo no son reales en el sentido que acabamos de mencionar, sino que además alardean de no serlo (esto lo pone muy bien de manifiesto Kidd Keo en su canción TRAP LIFE: «Yo no soy un gangster, yo no soy un guerrillero / A mí me gusta vacila’ con mi cara ‘e niño bueno»).

Evidentemente, esto no es exclusivo del trap: estilos anteriores como el gangsta rap de los noventa ya mostraron elementos temáticos de este tipo y sería ingenuo negar la gran influencia de los Og’s —de la que habla Famous Dex en esta conversación con el equipo de Montreality— en los traperos más relevantes de la actualidad, no solo en Estados Unidos sino también en Latinoamérica y España. En el caso de estos últimos, dicha influencia se hace especialmente notable en las distintas colaboraciones de Khaled, Kaydy Cain y Yung Beef con el dúo de productores valencianos Cookin’ Soul. Pero entre ambos géneros existen diferencias importantes. La primera y más clara es la que se da a nivel puramente formal, es decir, en lo que a sonido se refiere. De hecho, muchas veces es este aspecto lo único que nos permite distinguir al trap de artistas como 50 Cent, cuyo salto al mainstream con su álbum debut Get Rich or Die Tryin’ puede considerarse como una de las claves de esa transición entre el gangsta rap noventero —junto a otros como Kanye West o Lil Wayne— y el éxito definitivo de los primeros traperos en ser etiquetados como tal: Waka Flocka Flame, Gucci Mane, Fredo Santana, etc.

Lil Pump. Foto: Gazzette Review

Lil Pump. Foto: Gazzette Review

Por otro lado, volviendo a la parte lírica, mientras que en el gangsta rap las letras mantenían cierta ambigüedad entre esa aceptación de un estilo de vida marginal como seña de identidad y ciertas pretensiones de denuncia social, en el trap este contenido político-social que acabamos de señalar desaparece por completo. Ahora bien, esto no significa que el trap no posea un trasfondo ideológico concreto, más allá de esa suerte de nihilismo hedonista aderezado con algo de anarquismo «flojito» —basado principalmente en el desprecio a la autoridad en general pero sin una perspectiva real de cambio social— que los artistas muestran de manera explícita en sus canciones. A través de este trasfondo el trap se hace solidario con un fenómeno sociocultural de estructura más amplia y compleja, y esto es lo que en gran medida le concede esa relevancia en el panorama artístico actual y lo que nos permitirá ampliar esa definición que acabamos de enunciar. En los siguiente párrafos, ofreceremos un esquema que permita dar cuenta de esa integración del trap en un todo que desborda el campo puramente estético y que sirva para hablar de este género como una unidad, más allá de las diferencias entre las distintas escenas nacionales.

Trap, ¿el nuevo punk?

A modo de introducción a dicho esquema, puede sernos útil comentar la comparación entre el trap y el punk, tan común en los medios (por ejemplo, en este post de la revista PlayGround en Facebook) y también entre los propios participantes activos de este nuevo movimiento (como en esta entrevista a Kaixo). En efecto, la identificación entre estos dos estilos o movimientos parece ser un lugar común para aquellos interesados en el primero más que en este último y puede que, en mayor o menor medida, las similitudes que se suelen señalar sean ciertas. Pero estas se dan a un nivel más bien superficial, concreto, siendo imposible hablar de una continuidad entre ambas manifestaciones artísticas, a diferencia de lo que ocurre en el caso ya señalado del gangsta rap. Si se analizan los contenidos sociopolíticos de los dos géneros, nos cercioramos enseguida de que son prácticamente antagónicos. El punk nace como un movimiento contestatario, una alternativa tanto estética como política al statu quo, para luego acabar siendo absorbido y ofrecido por este, de manera edulcorada, como una opción estética —en el sentido mundano de la palabra— entre otras muchas que se ofertan en el mercado y con las cuales puede combinarse. En cambio, lo trap no pretende ofrecer una respuesta efectiva contra el contexto en el que surge, sino más bien una glorificación de lo marginal respecto al «sistema». Al mismo tiempo, se exaltan todos aquellos ideales de competitividad y enriquecimiento personal tan solidarios con dicho sistema y aderezados con cierta elevación artística de la ostentación, que los traperos toman directamente de los desfiles y campañas de las marcas de diseño más lujosas (mientras que en el gangsta rap se daba la ostentación a secas, sin pretensiones vanguardistas).

A su vez, esta misma industria, que es considerada popularmente —y no sin razón— como uno de los baluartes de esa élite «progre» en lo cultural y reaccionaria en todo lo demás, pretende absorber elementos de lo urbano no solo en sus diseños, sino con la colaboración de artistas destacados de la escena del trap y el hip hop (de las que podríamos destacar esta aparición de ASAP Rocky en la campaña de Dior para la temporada 2017 o, cómo no, el anuncio que Calvin Klein publicó en verano de 2016 y en el que aparecen traperos destacados como Young Thug o Yung Beef). Todos estos artistas combinan el trabajo con los gigantes del sector del diseño, con la promoción para marcas y establecimientos locales, como el caso de Kaydy Cain y AMEN Blessed Store Madrid o prácticamente todos los traperos relevantes de la escena estadounidense como Keke Palmer, Lil Yatchy, NBA Young Boy, Rich the Kid, etc, y la joyería Ice Box, localizada en Atlanta.

Algunos continúan reivindicando ese «yo también puedo”, repitiendo una y otra vez a través de sus redes sociales el eslogan «este es mi año», siendo irrelevante que estemos en 2016, 2017 o en 2018

Esta suerte de equilibrio entre el apoyo a proyectos corporativos de pequeña escala —lo que no impide que puedan ser muy rentables— y la voluntad de joder con las majors se ve reflejado en dos vertientes: pudiendo considerarse ya al trap como parte consolidada de la industria musical, hay traperos que pasan a formar parte de sellos independientes al alcanzar cierta repercusión, o bien crean el suyo propio (tal y como hizo Chief Keef fundando Glory Boyz Entertainment en 2014); mientras que otros optan por incorporarse a grandes discográficas (como en el fichaje de Farruko por Sony o el de Trippie Redd por Strainge Entertainment, discográfica fundada por el hijo del presidente ejecutivo de Universal Music Group Lucian Grainge).

Sea cual sea el medio, resulta evidente que el trap no rehúye su integración al mainstream, sino todo lo contrario: aunque, como en todo género, exista un sector del público con mentalidad más purista, acompañada siempre de una mitificación de lo underground, la mayoría de los que representan al trap ha enfocado su carrera al «pelotazo». Como apuntábamos al comienzo, algunos lo consiguen con todas las de ley, y otros encuentran en el trap un modo de ganarse el pan de manera modesta pero mucho más satisfactoria que fregar platos o servir cafés (lo suficiente para tener algo de que presumir en los temas, aunque en el videoclip no aparezcan cadenas de diamantes ni Lamborghinis). Por último, tendríamos a aquellos que, aún sin conseguir ni lo uno ni lo otro, continúan reivindicando ese «yo también puedo», repitiendo una y otra vez a través de sus redes sociales el eslogan «este es mi año» , siendo irrelevante que estemos en 2016, 2017 o en 2018. Y esto es lo que marca de manera más clara la transformación experimentada por el trap en los últimos dos años de género músical a movimiento cultural propiamente dicho, que se constituye y obtiene su relevancia gracias a la concatenación de su contenido artístico con elementos ideo-mitológicos que gozan de una presencia significativa en la conciencia de gran parte de los ciudadanos de nuestra sociedad occidental.

Un mito contemporáneo

Todos estos elementos no son exclusivos de la mentalidad contemporánea, sino que están presentes a lo largo de todas las épocas a través de distintas determinaciones. Los mitos —en un sentido amplio— se configuran tomando como referencia la ideología dominante en cada etapa histórica, tanto de manera asertiva, reafirmando los valores de la misma, como negativa, contraponiéndose a los valores dominantes y socavándolos con mayor o menor efectividad. Estas mitologías producen a la vez sus propios héroes, arquetipos de conducta a los que uno debe amoldarse si desea elevarse sobre el resto de los individuos y ser objeto de admiración. Como ejemplos paradigmáticos de esto podríamos señalar la figura del pirata villano y libertino durante el romanticismo, o la de la aristócrata gregoriana, culta, versada en música y artesanía y educada para guardar fidelidad y obedecer a su marido. Si retrocedemos un poco más en el tiempo, nos encontramos con el buen siervo medieval, prototipo de los ideales de honor y lealtad para con un señor, ampliamente tratados en la literatura. Según la cultura dominante en cada época, el pirata estaría enmarcado en una mitología negativa, mientras que la aristócrata obediente y el buen siervo formarían parte de una asertiva.

Dicho esto, es evidente que en nuestro tiempo no se rinde culto a ninguno de estos arquetipos, al menos no de manera generalizada. En su lugar, nuestra sociedad de libre mercado y democracias abiertas reserva el único asiento de su Olimpo particular a la figura del entrepreneur, el winner: esa persona que, de la nada, irrumpe en el mercado con una idea explosiva, revolucionaria, que pone patas arriba tal o cual industria, mejora la vida del resto de los mortales y, de paso, se hace asquerosamente rica. Esto le confiere la autoridad para dar charlas sobre coaching financiero y laboral a otros triunfadores en potencia, a los que mostrará el camino para arrasar en el complejo entramado capitalista, aprovechando la ocasión para alabar dicho sistema y despotricar contra cualquier tipo de acción sindical, que no son más que un lastre en el camino hacia el éxito. Además, si resulta ser una mujer, podrá ser tomada, de manera voluntaria o involuntaria, tanto por el feminismo liberal como un estandarte de su causa como por el antifeminismo más burdo como ejemplo de mujer «fuerte e independiente» que no necesita del «victimismo» feminista para triunfar en la vida. Y el trapero —a pesar de la apariencia desvergonzada y «punki», muy distinta a las chaquetas y el vocabulario premeditado pero revestido de espontaneidad de los Victor Kuppers o los Tony Robbins— cumple con este esquema punto por punto. Pero, ¿de dónde viene realmente este?

Habiendo nacido en un barrio marginal, el Young Thug de turno se ve obligado a combinar trabajillos esporádicos muy mal pagados con el tráfico de drogas, el robo y demás tejemanejes al margen de la legalidad. Esta forma de vida le conferirá una actitud, una chulería, un swag que, siendo vital para la supervivencia en su entorno, sabrá plasmar en su arte: una combinación de música, videoclips —los cuales articulan, por norma general, propuestas estéticas muy interesantes con la pura apariencia del artista y su squad y un uso desenfadado y casi caótico de las redes sociales. Esto será lo que le lleve a la cima, pasando de robar ropa a que se la regalen las propias marcas y ganando en una noche lo que otros ganan en un mes . Llegado a este punto —o ni siquiera a eso, sino simplemente con que le alcance para llegar a fin de mes— , intentará convencer a sus seguidores de que ellos también pueden, usando su música como medio para difundir este discurso, aunque sea de manera puntual.

Para que una canción de este género pueda optar a convertirse en un hit no solo debe narrar la experiencia de un rockstar, sino hacernos sentir como uno de ellos

Es en este momento cuando el paralelismo existente entre la cultura emprendedora y el trap se hace evidente, incluso en la forma: esta suerte de fundamentalismo del éxito (término empleado por Julián Gómez Brea en una conferencia pronunciada durante los XXII Encuentros de Filosofía de Oviedo) imperante en nuestros días, contiene también elementos estéticos. En el caso del trap, estos se manifiestan en el sentido más convencional, en tanto que las ideas sobre las que se fundamenta como expresión cultural —aunque sea de manera inconsciente— se objetivan en las obras encuadradas dentro del movimiento, que no solo nos las transmiten, sino que nos hacen partícipes de ellas a través de la emoción, lo que cobra mucha importancia en la música trap. Para que una canción de este género pueda optar a convertirse en un hit no solo debe narrar la experiencia de un rockstar, sino hacernos sentir como uno de ellos —así lo expresa, aunque no sea de manera literal, TM88, uno de los productores más relevantes de la escena estadounidense, hablando sobre XO Tour Lif3 en el making of de la misma.

En cuanto a este culto al triunfo al que nos venimos refiriendo, el carácter estético tiene que ver más bien con la dulcificación de un discurso concreto que necesita hacerse más atractivo al presentarse de manera directa sin la mediación de una obra artística, constituyéndose como una constelación —en el sentido de Walter Benjamin— potentísima que deja extasiados a los consumidores de este tipo de discursos y les otorga credibilidad más allá de lo puramente racional. En el caso del trap, esto también se da, sobre todo cuando se trata de videoclips de artistas estadounidenses: en producciones audiovisuales tales como I Get the Bag, de Gucci Mane, en colaboración con el trío Migos, la combinación de escenarios ostentosos y letras simples pero contundentes resulta casi hipnótica. Este fenómeno tiene como consecuencia la «estetización» mundana de las ideas y su uso como algo chic, algo que al ser reproducido por el sujeto lo eleva sobre el resto y le hace más cool. Pero, a pesar de esta diferencia, ambos fenómenos (el trap y el fundamentalismo del éxito) se integran el uno con el otro, como expresiones edulcoradas de la ideología dominante que antepone la mejora de la situación individual a la colectiva y que pretende hacernos creer, en base a un burdo idealismo, que las condiciones materiales se desintegrarán a nuestro paso por el camino hacia el triunfo, un triunfo que solo depende de un cambio en nuestra mentalidad y de nuestra disposición a esforzarnos.

 

*Imagen portada: Pink Trap House Installation