Hace un par de semanas, miles de estudiantes de las universidades madrileñas invadían CIU (como muchos llaman a la ciudad universitaria de Madrid) para celebrar la fiesta que popularmente se conoce como san Cemento.

Ante tal evento, las noticias de prensa no han sido capaces nada más que de informar sobre si se permitía o se prohibía, sobre si generaba basura o si no. La participación de los dos rectores afectados —el de Complutense, Carlos Andradas, y el de la Politécnica de Madrid, Guillermo Cisneros— se vio limitada a esto: a decir que la permitían y que confiaban en la actitud cívica para recoger los residuos. Los periódicos anunciaban que se daba por perdida la batalla de intentar evitar la fiesta, en la que participaron la friolera de 15.000 estudiantes.

Dos días después del san Cemento, la Comunidad de Madrid celebraba una recepción en la Real Casa de Correos de la Puerta del Sol por su fiesta oficial, el 2 de Mayo. Un acto que tuvo seguimiento testimonial de algún grupo folklórico alimentado de presupuestos públicos, pero que, no podemos negarlo, carece (salvo en el barrio de Malasaña) del seguimiento popular que tienen las Fallas, los sanfermines, las ferias andaluzas, las semanas grandes del norte o… san Cemento. Algo similiar sucede con san Isidro, fiesta que se limita a unas actividades muy puntuales en dos zonas concretas y a una feria taurina, pero que no llega a generar una movilización de toda la ciudad como la que se ve, por ejemplo, cada julio en Pamplona o cada octubre en Zaragoza.

A la vez que las fiestas oficiales se celebran con escaso seguimiento, surgen espontáneamente y desde abajo estas manifestaciones festivas

En el momento de cambios sociales que vivimos, no debemos pasar por alto que, a la vez que las fiestas oficiales se celebran con escaso seguimiento, entre una oficialidad apenas sentida por el pueblo y su conversión en fiesta-objeto de consumo, surjan espontáneamente y desde abajo estas manifestaciones festivas. Manifestaciones festivas como san Cemento en las que el sentimiento popular precede a lo oficial, a diferencia de tantas fiestas —muchas, como el 2 de Mayo, surgidas del proceso autonómico— en las que el movimiento es el inverso: para construir una identidad colectiva, se pretende  generar una fiesta de arriba hacia abajo.

Observado el diferente movimiento de las fiestas (de lo oficial a lo popular, o al revés), cabría plantearse: ¿Cuándo estamos realmente ante la esencia de la fiesta? ¿Cuándo existe ese sentimiento referencial que ahora parece perdido, como lamentaba el antropólogo del CSIC Manuel Mandianes en una tribuna publicada en El Mundo el pasado verano?

Dice el filósofo López Quintas (catedrático de Estética de la Universidad Complutense, la casa del san Cemento) en su tratado de creatividad estética que «la interferencia de ámbitos, al crear ámbitos nuevos y superiores, produce una peculiar luminosidad y suscita un clima de gozo» (Estética de la creatividad, cap. XXIII). Es decir: al interferirse entre sí los ámbitos personales de los universitarios, se genera un ámbito que es la comunidad universitaria (ente que surje de abajo a arriba). Y afirma que lo propio de estos ámbitos es el establecimiento de fiestas que «dan cuerpo visible a algo que de forma más bien inexpresa ejerce una determinada influencia sobre nuestra vida durante todo el año» (Loc. Cit). En el caso del san Cemento, se celebra por primavera la misma vida universitaria, dando cuerpo visible a ese clima de gozo que se desarrolla todo el año.

El surgimiento de una fiesta en una comunidad es, por tanto, un fenómeno antropológico relevante. Un fenómeno que, eso sí, resulta novedoso en el caso de comunidades de reciente generación (como la universitaria que habita CIU), pues no estamos ante una fiesta surgida en un ámbito con siglos de historia (como sería una comunidad campesina), sino que se produce en un ámbito urbano de reciente generación (la ciudad universitaria no llega al siglo de vida). Al generarse nuevos ámbitos, es lógico que surjan nuevas fiestas. Y resulta gracioso y expresivo que se las quiera denominar con algo propio de ese ámbito urbanizado (como el cemento), y que se quiera incluso seguir la tradición y la trascendencia de canonizarla (san), como si de otra fiesta cualquiera santa se tratase. Algo que, por cierto, no es exlcusivo ni de san Cemento ni de san Canuto (fenómeno parecido en la Universidad Autónoma): en el ámbito del Derecho hay un colectivo que concede cada cierto tiempo el premio Gumersindo Azcárate, cuya entrega es una gran celebración de personalidades del Derecho, y es ya costumbre entre los juristas decir que acuden a la fiesta de san Gumer.

Podemos seguir varios años más criticando a los rectores por el botellón. O podemos dar a san Cemento el apoyo institucional que sin duda merece

San Gumer, san Canuto, san Cemento, las carreras populares, las cabalgatas reivindicativas de tal o cual orgullo, etc. no deben ser tomados como un mero problema logístico ni de seguridad, centrando la polémica en si ensucian o si no. Tampoco deben convertirse en meros productos de consumo, que es en lo que convierten las administraciones o los medios de comunicación las fiestas tradicionales en muchos puntos del país (por ejemplo, lo primero que dice un telediario sobre las procesiones es el número de asistentes).

Estamos ante fiestas surgidas de una realidad que, en tanto carente de una tradición previa, resulta nueva. No es una cuestión baladí. La progresiva pérdida de sentido referencial de ciertas fiestas degeneradas en producto de consumo, o el surgimiento de estas otras como san Cemento, reflejan, de algún modo, el proceso de descomposición-recomposición (de ámbitos superiores capaces de generar gozos, usando las palabras del filósofo) civilizatoria en el que nos encontramos. En efecto, a la vez que ciertas tradiciones van muriendo o solo quedan a nivel oficial o simbólico, reducidas a bien consumible (en ese línea van muchas campañas de turismo de muchas zonas, especialmente las más despobladas), surgen manifestaciones festivas que carecen de engarce con la tradición, pero que conservan el sentido referencial y genuino que para una comunidad tiene la fiesta.

Constituye pues un reto para los gobiernos (sean locales o centrales, generales o universitarios) saber reconocer este tipo de brotes festivos no tanto como un problema logístico, sino como un fruto de una civilización que madura. Constituye un reto para toda la ciudadanía saber hacer tradición con estos nuevos fenómenos, e incluso discurrir el modo de engarzarlos en una tradición que a veces parece que muere. Tradir (tradere) describe una acción hacia delante y desde atrás. El problema de muchos fenómenos hoy en día es que hay una clara ruptura con el pasado, y lo que se transmite carece de relación con el mismo. Descubrir o redescubrir el sentido simbólico y referencial para la sociedad de estas fiestas no es algo menor, aunque a veces se reduzca a un problema de consumo o mera organización.

San Cemento puede ser visto como un horrible botellón que muestra «la degeneración de los jóvenes» (como si los jóvenes y no tan jóvenes no hubiesen bebido toda la vida en las múltiples romerías que tenemos por el país); o puede ser visto como la fiesta propia de la comunidad universitaria. Una fiesta, eso sí, en un ámbito más grande que el de un colegio mayor, y por ello necesitada de una infraestructura para miles de participantes. Podemos seguir varios años más criticando a los rectores por el botellón. O podemos darle el apoyo institucional que sin duda merece, y con ello el sentido referencial que tiene. De ello dependerá que se siga viendo a san Cemento como un mal, o como lo que es: la fiesta de primavera, un bien social de nuestra comunidad universitaria.