Empezar este artículo tras dos fines de semana en el Festival de San Sebastián/ Zinemaldia 2015 se vuelve sorprendentemente complicado. Han sido cinco días de despertar, movimiento, lágrimas y reflexión. Encontrar el punto de inicio se vuelve tan difícil como enmarcar un final, así que, emulando al Greg de Me, Earl and the Dying Girl simplemente me limitaré a empezar.

Un festival de cine agita conciencias, te levanta de la silla, reivindica, te emociona. El Festival de Cine de San Sebastián es uno de los grandes, y no es para menos: el Kursaal se alza imponente junto a la ría y un camino de alfombra roja nos da la bienvenida. Las historias que nos impactan estos días vienen de todos los rincones del planeta y de la mano de directores dispares en experiencia y estilo. Y es esta precisamente la clave de un festival como San Sebastián. Uno sale de las abarrotadas salas de cine pensando que, en efecto y sin embargo, las cosas se mueven. Esto es debido a que esta experiencia tan diversa no hace sino invitarnos a la reflexión. Al tiempo que nos abstraemos del mundo en el que vivimos, ahondamos en sus profundidades, escudriñando los mecanismos que lo mueven y que construyen nuestras sociedades, nuestra familia, nuestras amistades, nuestro yo.

En Truman, Cesc Gay reflexiona sobre la pérdida, el irse y el dejar ir

'Truman' de Cesc Gay (2015).

‘Truman’ de Cesc Gay (2015).

El enfoque tierno de la amistad viene de la mano de un inspirado Cesc Gay, que con Truman una de las películas con mejor acogida de la Sección Oficial— nos arranca sonrisas y lágrimas. Con un lenguaje convencional, contenido e irónico, a través de la magistral interpretación de Ricardo Darín —merecedor de la Concha de Plata ex aequo con Javier Cámara, como no podía ser de otra manera—, se construye una historia que explora las amistades formadas por lazos inquebrantables y los estragos de la enfermedad. Es un canto a la vida, al amor, la compañía y la lealtad, la de un amigo que vive en Canadá y trata de evitar enfrentarse al dolor y de un perro que observa y comparte el día a día de ese dolor. Con este drama de emociones cotidianas y reales al que el espectador asiste entre carcajadas y llantos, Cesc Gay reflexiona sobre la pérdida, el irse y el dejar ir.

Las interpretaciones de Julianne Moore y Ellen Page sostienen una película reivindicativa y bienintencionada pero sin la brillantez y profundidad que se merece aquello que narra

Para el consagrado Nanni Moretti, la pérdida de un familiar supone un proceso casi espiritual —como ya experimentamos en La habitación del hijo (2001)—. Asistimos en Mia madre a la difícil transición que esto supone para el personaje de Marguerita Buy, en una película en la que la realidad se entremezcla con lo onírico y el paso del tiempo se vive de forma especial. El lenguaje cinematográfico es convencional pero intenso, compensado en ocasiones por un divertido John Turturro que acaba aportando clarividencia a la protagonista. Mia madre es una nueva oda a las relaciones humanas y familiares, un recital sobre la pérdida y el amor. En esta primera Perla del Festival, asistimos, de nuevo, al difícil proceso de dejar ir.

Y es que dejar ir no siempre resulta fácil. Se me antoja complicado entender siquiera la dimensión del sufrimiento del personaje interpretado por Ellen Page en Freeheld (Peter Sollett). Dejar ir a la persona con la que te descubres y te desarrollas, la única persona con la quien compartes tu difícil día a día, tu casa recién reformada, tus inquietudes y el peso de las injusticias de una sociedad intolerante y desigual. Las interpretaciones de Julianne Moore y Ellen Page sostienen una película reivindicativa y bienintencionada pero sin la brillantez y profundidad que se merece aquello que narra. Una de esas injusticias, no poco comunes, que acaban por cambiar la percepción de una sociedad reticente al cambio y acobardada. Uno de esos sufridos y necesarios puntos de inflexión en el devenir del ser humano, a los que en ocasiones, cuando llaman a nuestra puerta, asistimos con la misma cobardía inicial que los personajes más deplorables de esta cinta. Freeheld no es de las mejores películas de esta Sección Oficial, y es cierto que recuerda a un lacrimógeno telefilm de domingo, pero uno sale de la sala reconfortado por la fuerza del amor y la voluntad de unos pocos e impotente ante un pétreo perfil de ser humano incapaz de acoger aquello que le es ajeno, diferente o incluso incomprensible.

'Freeheld' de Peter Sollett (2015.

‘Freeheld’ de Peter Sollett (2015).

Me, Earl and the Dying Girl homenajea a inconmensurables clásicos del cine a través de la mirada que trae consigo una adolescencia especial, crítica, inquieta y diferente

En la noche del sábado, Alfonso Gómez-Rejón salió nervioso a presentar su película Me, Earl and the Dying Girl ante un abarrotado Teatro Victoria Eugenia, hogar de acogida de las Perlas del Zinemaldia. Durante esta presentación inicial, ya arrancó aplausos al mencionar sus orígenes vascos, pero estos resultaron ser un mero presagio de los que vendrían al acabar los títulos de crédito. Y es que el director de Laredo, Texas venía con los Premios de Jurado y Público en Sundance bajo el brazo. Y lo que es más importante, traía consigo una historia tierna y sarcástica que destila amor por la vida y por el cine; una historia que nos permite constatar de nuevo la magia de un festival como el de San Sebastián, en el que, a través de distintos protagonistas, observamos el enamoramiento, la amistad y la muerte. Me, Earl and the Dying Girl homenajea a inconmensurables clásicos del cine a través de la mirada que trae consigo una adolescencia especial, crítica, inquieta y diferente, ajena al statu quo del temible High School. Una de esas adolescencias complicadas, inteligentes y sensibles, forjada en una familia admirablemente especial: Connie Britton, un genial Nick Offerman y su gato Cat Stevens.

La recién coronada con la Concha de Oro, Sparrows (Rúnar Rúnarsson), nos narra una adolescencia muy distinta, yerma y desasosegante, que se mimetiza por fuerza mayor con el paisaje desolador de los fiordos islandeses. Asistimos a un relato áspero y crudo. A ilusiones y esperanzas que terminan, a una vida que se trunca cuando está en pleno despegar. Un padre alcohólico, una tierra hostil y la maldad humana vencen al inocente amor adolescente y a la mirada sabia y extinta del gran personaje que es la abuela del protagonista. Sparrows impacta desde un inicio, como lo hace el paisaje islandés. Uno sale de la sala inevitablemente triste tras contemplar una adolescencia que termina antes de tiempo.

'Sparrows' de Rúnar Rúnarsson (2015).

‘Sparrows’ de Rúnar Rúnarsson (2015).

Sparrows impacta desde un inicio, como lo hace el paisaje islandés. Uno sale de la sala inevitablemente triste tras contemplar una adolescencia que termina antes de tiempo

Igual de áspero, alienante y ligado a la tierra es lo que nos cuenta Terence Davies en Sunset Song. Narra la historia de una mujer adelantada a su tiempo, sometida por un padre déspota (un Peter Mullan genial como siempre) ligada a la Escocia rural y a sus gentes, y devastada por la Gran Guerra. Sunset Song es una película contada a través de cuadros, con una fotografía preciosista (a cargo de Michael McDonough), himnos folk y un personaje por encima del resto, Chris Guthrie. Terence Davies utiliza un enfoque tradicional, lento, íntimo y realista. La música y el paisaje narran pos sí solos y, al igual que ocurre en la magnética The Assassin (Hou Hsiao-Hsien), el director se convierte en un espía que contempla la escena desde esa mirilla que es la cámara.

'Sunset Song' de Terence Davies (2015).

‘Sunset Song’ de Terence Davies (2015).

Pablo Larraín, que ya encandiló al público de San Sebastián con No en 2012, en esta ocasión nos asquea, nos ata al asiento y nos muestra los rincones más oscuros de aquello que llaman alma

Los estragos de la Gran Guerra nos recuerdan de lo que es capaz el mismo ser humano que al principio de esta crónica ejemplificaba la amistad y el amor más puro. Pero es Pablo Larraín con esa obra maestra que es El club —y que sirve de inauguración para la Sección de Horizontes Latinos—, quien nos sobrecoge mostrándonos la otra cara de lo que somos. El chileno, que ya encandiló al público de San Sebastián con No en 2012, en esta ocasión nos asquea, nos ata al asiento y nos muestra los rincones más oscuros de aquello que llaman alma. Esa casa, esa playa y esos sacerdotes que la Iglesia ocultó por vergüenza, se enfrentan a su olvidado pasado tras la llegada inesperada de una maldad que no les es ajena. La imagen se degenera en esos claustrofóbicos primeros planos de los que cuesta apartar la mirada. Los estragos de la maldad se encarnan en la piel del pobre Sandokan (interpretado por Roberto Farías), el personaje con más fuerza de la película cuyo pasado se deja entrever a través de cada una de sus escenas. Por lo que conocimos en el coloquio posterior a la proyección de la película, este es un pasado que ya narraron de forma indirecta Pablo Larraín y Roberto Farías en la obra de teatro escrita por ambos, y que supone el punto de partida de El club.

'The club' de Pablo Larraín (2015).

‘The club’ de Pablo Larraín (2015).

Sorprende que este ácido y terrorífico guion se fuera construyendo durante el rodaje y cuesta asimilar la realidad que nos presenta el director de Tony Manero (2008). Pero no sería justo mirar para otro lado. Esta es una de esas películas que se quedan en la retina, que uno no olvida, que revuelven el estómago incluso al rememorarla para escribir estas líneas.

En London Roadpelícula de clausura de la Sección Oficial—, unos ramos de flores son suficientes para olvidar y mirar para otro lado. Igual que ocurre en El club, hay una realidad oscura oculta para siempre. Los habitantes de Ipswich son testigos de uno de los crímenes más mediáticos de los últimos años en Inglaterra. Cinco prostitutas son asesinadas en London Road, causando revuelo y sospechas infundadas en los habitantes de la pequeña localidad. La respuesta de la población supone una muestra de la atracción que se experimenta por lo macabro, el tratamiento sensacionalista de este tipo de sucesos y una respuesta colectiva empeñada en oxigenar la superficie y olvidar con frialdad a las personas sobre las que cae el verdadero peso de la tragedia. La película de Rufus Norris es un inteligente musical, en el las letras de las canciones son citas literales de los testigos de estos horribles crímenes, extraídas de entrevistas reales. Está dirigida con ritmo y plagada de ironía, pero me veo obligado a volver a la sección de Horizontes Latinos, que suele albergar un par de mis películas favoritas del festival.

'London Road' de Rufus Norris (2015).

‘London Road’ de Rufus Norris (2015).

La conciencia de cambio y transformación de las zonas más necesitadas está tremendamente presente en el Festival de San Sebastián

Paulina (Santiago Mitre) se desarrolla en otro ambiente de injusticia social, pero sus personajes son muy distintos a los del musical británico. Una joven abogada, muy bien interpretada por Dolores Fonzi, desarrolla en la humilde periferia argentina un programa para la difusión y defensa de los derechos humanos tan olvidados en no pocos lugares del planeta. Su padre, Óscar Martínez, un antiguo militante del Partido Comunista, que ahora resulta un reaccionario a los ojos de su hija, no consigue comprender el idealismo puro y reivindicativo de la protagonista. Yo, por mi parte, contemplo con admiración la enérgica labor social de Paulina y me siento devastado por la injusticia social que provoca su desgracia. Tras un terrible ataque por parte de una patota, Paulina se enfrenta a la consecuencia de un mundo pobre y desigual, un mundo indefenso y perdido. Y lo hace de la forma más difícil y valiente. No revelaré más detalles al lector acerca de esta pequeña joya del cine argentino, pues su visionado es del todo recomendado y no es mi intención arruinarlo sino estimularlo. Sólo decir que Paulina es una película que despierta nuestro espíritu más reivindicativo y social, mostrándonos la importancia de la solidaridad, el humanismo y la educación como catalizadores del cambio.

Esa conciencia de cambio y transformación de las zonas más necesitadas está tremendamente presente en el Festival de San Sebastián. Este año se entregaba el Premio de Cooperación Española, pero basta escuchar al actor Kristyan Ferrer, en el coloquio posterior a la proyección de 600 millas (Gabriel Ripstein), para entender de primera mano el problema que el tráfico de armas supone para México. Y esto es solo un ejemplo más de todo lo que puede lograr abrumarnos tras un par de fines de semana lejos de la capital, en la gran ciudad de San Sebastián.

'Paulina' de Santiago Mitre (2015).

‘Paulina’ de Santiago Mitre (2015).

Es difícil salir cada año de San Sebastián sin una visión renovada del mundo en el que vivimos, su historia y sus sociedades. Uno sale trastocado y perdido pero se enriquece, se comprende a sí mismo y por un momento cree entender aquello que nos mueve o nos ha movido. Fuera lo que fuera. Sea lo que sea. Y es que esta crónica llena de sentimientos y emociones, a los que antes o después hemos de enfrentarnos, se queda corta para un festival de cine donde hay todavía mucho más que explorar. Desde los confines más lejanos de la sexualidad en 21 Nuits Avec Pattie (Arnaud Larrieu, Jean-Marie Larrieu), donde la magia del bosque francés todo lo cura, hasta la duda que siembran los poco prácticos límites teóricos de la ética kantiana, que nos conduce en Irrational Man (Woody Allen) a ver con ojos no demasiado malos el asesinato de un juez corrupto y malvado.

Sin duda, el Festival de San Sebastián alberga y albergará muchas más historias en sus salas; historias que nos levantarán del asiento, nos abofetearán, nos reconfortarán, nos asquearan y nos entristecerán, nos harán reír y reflexionar, y saldremos del cine tambaleantes, corriendo a por un cortado a la cafetería de al lado del Kursaal con mil ideas que compartir y algunas otras que soñar.

 

“La vida no es como la has visto en el cine, la vida… es más difícil” (Cinema Paradiso)