Al hablar de cuentistas latinoamericanos es inevitable pensar en García Márquez, Borges y, por supuesto, Cortázar. Aquel más aficionado al género pensará también en Bioy Casares, Rulfo, Onetti, Monterroso, Ribeyro, Arreola y Felisberto Hernández. Es triste pero cierto que solo a alguno le vendrá a la cabeza Elena Garro y Silvina Ocampo. Tampoco serán muchos los que piensen en Horacio Quiroga, uno de los mejores cuentistas en lengua española. Ese joven uruguayo que cambió el cosmopolitismo que le caracterizaba por la obsesión hacia la selva de Misiones, y todo para alimentar una literatura que tiene a la muerte como protagonista. Y es que Quiroga sufrió tantas pérdidas violentas a lo largo de su vida que era inevitable el traslado de esa sombra a su literatura; sin embargo, pocas veces la obra de un autor ha reflejado sus vivencias de forma tan directa sin perder en el camino un ápice de calidad literaria.

 La vida de Quiroga […] —en palabras de Martínez Estrada— ha sido, sin ninguna duda, la más dramática y tremenda de sus obras. En parte es reconocible en ella la mano del Destino (en su biografía esto es impresionante y hasta evidente), pero en gran parte fue forjada por él, por su carácter, por su daimon incontrastable.

 Aunque, como defendía Nabokov, la biografía de un escritor debe ser la historia de su estilo, el de Quiroga está tan ligado a ciertos acontecimientos vitales que es imposible analizar su escritura sin referir primero su propia historia. Horacio Quiroga nace el último día del año 1878 en Salto, Uruguay. Hijo de un diplomático argentino y de una joven perteneciente a la alta burguesía uruguaya, su condición social no es garantía de una vida sin desgracias. Cuando solo tiene unos meses su padre muere al pegarse un tiro accidentalmente en una excursión de caza. Unos años más tarde, cumplidos los diecisiete, Horacio encuentra el cadáver de su padrastro con la cara destrozada. Poco antes un derrame cerebral le ha dejado inválido, pero consigue dispararse un tiro accionando el gatillo de la escopeta con el dedo del pie. Por si esta doble orfandad prematura no basta para marcar de forma definitiva su carácter, el destino le depara pérdidas aún más dramáticas.

Casi tan aficionado a las motos como a las mujeres, se cuenta que hacía viajes de ida y vuelta en el día desde Buenos Aires a Rosario (unos 600 kilómetros) por sendas sin asfaltar solo para conquistar a una mujer

Si hubo un rasgo caracterizador de Quiroga, ese fue su carácter hiperquinético. De niño ya era aficionado a la bicicleta, la mecánica y la construcción, y pocos años más tarde no hubo empresa que no intentara: elaboró dulces, mosaicos, macetas, resina de incienso y un buen número de inventos, entre ellos, una máquina de matar hormigas o un destilador de naranjas; invento que dio título a uno de sus mejores cuentos. Construyó su propia cabaña en San Ignacio e incluso una canoa para navegar el Paraná. Fue algodonero, yerbatero, profesor, cazador, ciclista y crítico de cine. Casi tan aficionado a las motos como a las mujeres, se cuenta que hacía viajes de ida y vuelta en el día desde Buenos Aires a Rosario (unos 600 kilómetros) por sendas sin asfaltar solo para conquistar a una mujer. También fue juez de paz y encargado del Registro Civil en San Ignacio, experiencia en la que se basa para escribir El techo de incienso, un cuento en el que, jugando con la angustia del lector, refleja su nula capacidad para el puesto. Lo cierto es que le faltó constancia en todas sus empresas excepto en una, la única que no abandonó nunca: la escritura.

A los veintidós años escribe sus primeros poemas en los que se aprecia claramente la influencia de Lugones y Poe, que junto con Kipling y Conrad marcarán su escritura. El influjo de Leopoldo Lugones, consecuencia lógica de sus inicios modernistas, fue enorme. El escritor argentino supuso mucho más que una mera referencia para Quiroga, convirtiéndose en un verdadero maestro y en su principal valedor. Además, con el tiempo, se forjaría entre ellos una amistad para toda la vida. De Poe, por su parte, adoptó ese horror soterrado que dominará más adelante el ambiente de sus cuentos; mientras que sus tempranas lecturas de Max Nordau y Paul Verlaine pueden apreciarse en ese decadentismo que empapa sus primeros relatos.

En 1900, con el dinero heredado por la muerte de su padre, cumple el sueño de todo intelectual latinoamericano del siglo XIX: viajar a París. «Yo soñaba con París desde niño —escribe— a punto de que cuando decía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejara morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra». Cómodo en su papel de dandi, se enfunda un frac y navega hasta la capital francesa en primera clase. Asiste a la Exposición Universal y se codea con Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío y Manuel Machado en las tertulias del Café Cyrano en Montmatre. De este grupo se llevará una impresión descorazonadora, porque de «todos ellos, salvo Darío que lo vale y es muy rico tipo, se creen mucho más de lo que son».

Exposición universal, 1900 (París)

Exposición universal, 1900 (París)

Sin embargo, tiene la ciudad y el ideal literario que esta simboliza en el imaginario latinoamericano, ensalzado hasta tal punto que solo puede decepcionarle. Cuatro meses después hará el mismo viaje en sentido contrario, esta vez en tercera, sin un céntimo, desencantado, hambriento y con esa larga barba que iba a caracterizarle toda su vida. En su diario de viaje recoge sin ambages esta sensación de fracaso: «En estos momentos reniego formalmente de haber emprendido este viaje, el más estúpido de los que he hecho, estúpido, sí, estúpido […]. La estadía en París ha sido una sucesión de desastres inesperados, una implacable restricción de todo lo que se va a coger». Aunque Quiroga sintiera su viaje a la capital francesa como un error, visto con perspectiva no parece que lo fuera, ya que le sirvió para desmitificar Europa y valorar sus raíces. De esta forma asentó lo que sería una de las principales bases de su escritura, la exaltación de lo local; y ello mediante la reivindicación de la capacidad de sugestión poética del continente americano. «¡Oh, mi América bendita, donde todo es grandeza y hospitalidad! ¡Cómo te adoro en París!».

De vuelta en Montevideo funda El Consistorio del Gay Saber, un nido de modernistas volcados en la literatura experimental. Fruto de esta etapa es la publicación, con veintitrés años, de su primer libro Los arrecifes de coral, mezcla de prosa y verso, muy a la usanza de la época. Sin embargo, aunque su nombre empieza a sonar en los círculos literarios de Uruguay, las desgracias familiares no cesan. Dos de sus hermanos mueren de fiebre tifoidea y, en ese mismo año, el 1903, ocurre la desgracia personal con consecuencias más dramáticas. El poeta Federico Ferrando, uno de sus íntimos amigos, le comunica su intención de batirse en duelo con Guzmán Papini, quien le había dedicado una crítica muy agresiva en Tribuna Popular. Horacio se ofrece a examinar el arma y es entonces cuando se le escapa un tiro que impacta en la boca de su amigo, matándole en el acto. Quiroga estuvo cuatro días detenido hasta que se demostró que había sido un accidente. El impacto emocional fue tan fuerte que para huir de la situación decide trasladarse a Buenos Aires, a casa de la única hermana que le queda.

Horacio se ofrece a examinar el arma y es entonces cuando se le escapa un tiro que impacta en la boca de su amigo, matándole en el acto

Poco después de su llegada a la capital argentina le ofrecen, gracias a sus conocimientos de fotografía, participar en una expedición a Misiones organizada por Leopoldo Lugones para visitar las ruinas jesuíticas de San Ignacio. Este viaje supone el descubrimiento de la selva, experiencia que cambiará su vida y marcará su obra de forma definitiva. Sin embargo, Quiroga no entra en contacto con una selva cualquiera, sino con la que se esconde en la región del Alto Paraná, frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay; dividida geográficamente de forma muy clara por el río, pero también política, cultural y lingüísticamente. A pesar de la dureza e inestabilidad del entorno, su elección de vivir en este rincón perdido de Misiones fue doble, ya que optó por este ambiente marginal tanto en su realidad cotidiana como en su literatura. Y para ello buscó un lenguaje y un estilo también marginal y fronterizo, acorde con ese mundo inhóspito que eligió retratar.

Portada del primer número de la revista satírica argentina Caras y Caretas

Portada del primer número de la revista satírica argentina Caras y Caretas

Un año más tarde, ya en Buenos Aires, publica El crimen del otro, un conjunto de doce relatos en los que la influencia de Poe es más que evidente. A raíz de esta publicación, sus cuentos comienzan a aparecer en la famosa revista Caras y caretas, lo que supondrá un punto de inflexión en la carrera literaria de Quiroga. En 1905 vuelve a la selva y compra una chacra en San Ignacio, a la orilla del Alto Paraná; pero no se traslada hasta tres años después, casado con Ana María Cirés, una joven bonaerense, alumna suya, mucho menor que él. Ana María da a luz a sus dos hijos en condiciones primitivas y nunca llega a acostumbrarse a la dureza de la vida en San Ignacio, lo que le provoca una fuerte depresión. Tanto es así que, cuando llevaban solo seis años casados, Ana María se suicida ingiriendo bicloruro de mercurio y deja a Horacio a cargo de dos niños todavía muy pequeños. Quiroga cuida a su mujer durante una agonía que dura ocho días y cuando muere destruye todas sus pertenencias e impone un silencio total sobre su muerte. Más tarde refleja esta experiencia en uno de sus relatos más autobiográficos El desierto:

Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.

Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera.

A raíz de la trágica muerte de su mujer se traslada a Buenos Aires con sus hijos, época que coincide con la publicación de uno de sus libros de relatos más famosos, Cuentos de amor de locura y de muerte (sin comas, por expresa indicación de Quiroga), alabado por la crítica y que supone su inclusión entre los grandes cuentistas de Latinoamérica. Con esta publicación Quiroga da el salto definitivo en su abandono del modernismo y decadentismo en el que se movía hasta entonces. Aquí se recogen sus primeros cuentos de monte, como él mismo los llama en una carta a José María Delgado, que conforman lo más valorado de su literatura, tanto por su originalidad en el aspecto estilístico como por la novedad de los temas tratados. Un año después, en 1918, publica Cuentos de la selva, un conjunto de relatos infantiles dedicado a sus hijos. El prestigio de Quiroga aumenta y sus relatos comienzan a verse publicados en La Nación; convirtiéndose además en crítico cinematográfico y en un auténtico precursor del género en el Río de la Plata. Su fama se va extendiendo, acompañada de una leyenda contradictoria, mezcla de donjuán y de hombre huraño. Sus excentricidades son muy comentadas, como criar en su casa de Buenos Aires un coatí, un oso hormiguero y hasta un ciervo; o construir con sus propias manos una canoa en la que logra descender el Paraná desde San Ignacio a Buenos Aires. La leyenda crece hasta tal punto que comienzan a apodarle por el título de uno de sus cuentos, El salvaje.

El grupo Florida, agrupado alrededor de la revista Martín Fierro y con Borges a la cabeza, ignoró completamente a Quiroga.

Con la publicación de Los desterrados, en 1926, Quiroga alcanza la madurez como cuentista. Ese carácter fronterizo tan típico de sus cuentos que hasta el momento solo se insinuaba alcanza en relatos como Tacuara Mansión y Los destiladores de naranja una perfección abrumadora. En ellos Quiroga pincela la psicología de sus personajes, hombres proscritos, sin tierra, como el propio título indica; y refuerza el efecto de estas descripciones a través de las relativas al ambiente. Esto lo hace de forma muy sutil pero logrando un resultado magistral. Por eso y gracias a la preocupación constante por pulir su técnica narrativa este es, sin duda, su libro de cuentos más logrado. Los desterrados supone así la culminación de una obra abundante que abarca una pieza teatral que no tuvo demasiado éxito, dos novelas, casi doscientos cuentos y las seis novelas cortas recuperadas por la editorial Menoscuarto en una compilación titulada El devorador de hombres. Esta pequeña editorial palentina ha sabido hacer justicia a Quiroga editando sus mejores cuentos en ediciones de una calidad excepcional.

Casa de Horacio Quiroga en la selva de Misiones. Fotografía de Hugo Pardo Kuklinski(Flickr/CC)

Casa de Horacio Quiroga en Misiones. Fotografía de Hugo Pardo Kuklinski(Flickr/CC)

Quiroga renunció a una vida fácil de niño mimado de la sociedad bonaerense por otra muy primitiva, con los peligros e incomodidades de la selva de Misiones. En palabras de Leonor Fleming en su edición de Cuentos (Cátedra, 1991), «en realidad, Quiroga, más que un seducido por la selva, […] es un perseguidor de su aspereza». Y es que la selva alimenta su escritura; un mundo al que el escritor desprende de su halo idílico para transformarlo en un enemigo natural del hombre, implacable y constante en su brutalidad, a partir del cual crear un espacio ficcional propio. Ya era una vida muy dura para los nativos, por lo que no es difícil imaginar lo que supuso este ambiente aislado y devastador para un hombre de salud endeble habituado a una existencia cómoda y llena de estímulos culturales. En este conflicto entre el hombre y la naturaleza, que supo plasmar de forma magistral en sus cuentos, puede verse a Quiroga como un precursor de la futura novela de la tierra. También es posible hablar de escritor catártico, porque si algo destaca en su obra es la utilización de la escritura para esclarecer la relación con la muerte. Es comprensible que, un hombre que a lo largo de su vida se ha sido testigo del final violento de tantos seres queridos, necesitara de un instrumento eficaz para combatir a sus fantasmas, y ese arma fue la literatura.

Yo siempre sentí (aun desde muy pequeño), que la mayor tortura que se puede infligir a un ser humano es el vivir eternamente, sin tregua ni descanso. Horacio Quiroga

Así, Quiroga abandona pronto el decadentismo cosmopolita del modernismo para recurrir a elementos típicamente criollos, a la vez que adopta un estilo más sencillo para tratar el conflicto fundamental en la formación de las literaturas nacionales en Latinoamérica: civilización versus barbarie. Utiliza una prosa carente de toda retórica y huye de la alegoría para acercarse poco a poco a lo que será su estilo propio, centrado en la narrativa breve. De hecho, se le considera el iniciador de la tradición local del relato breve, que más adelante desarrollarán Borges y Arlt. Fue una decisión valiente ya que, en el ambiente literario de la época, el cuento ocupaba un lugar menor y era considerado una expresión artística secundaria, con una tradición muy pobre en comparación con la novela. Así, Quiroga rompe con las formas modernistas imperantes y opta por tratar asuntos locales, acercándose al folklore con un lenguaje distinto que él mismo llamó «a puño limpio», contraponiéndose a las vanguardias del momento.

Aunque fue duramente criticado por un sector de sus contemporáneos, hoy en día no es posible negar su importante aportación al cuento hispanoamericano. La generación ultraísta, muy iconoclasta, agrupada alrededor de la revista Martín Fierro y con Borges a la cabeza, ignoró completamente a Quiroga. Los martinfierristas, muy preocupados por la perfección formal, consideraron erróneamente a Quiroga un realista desentendido de reflexiones estilísticas. Leonor Fleming lo explica muy bien en la edición de Cátedra de los cuentos quiroguianos: «No supieron ver la fuerza expresionista en argumentos y lenguaje, la decantación de la escritura, la economía narrativa y otros recursos novedosos como la fragmentación de la anécdota, que también la hacían, en ciertos aspectos, contemporánea de esas mismas vanguardias que ellos defendían». Es más, es posible afirmar que Quiroga fue uno de los primeros autores en preocuparse por los aspectos técnicos en el ámbito de la narrativa breve, recurriendo una y otra vez a los mismos temas, buscando precisamente aquello que los martinfierristas le negaban, esa perfección formal que llega a alcanzar en sus últimos cuentos.

Jorge Luis Borges(1976)

Jorge Luis Borges(1976)

De entre estas voces detractoras, tal vez la que más eco ha tenido es la de Borges, que llegó a decirle a Rodríguez Monegal que los cuentos de Quiroga los había escrito antes y mejor Kipling. En otra ocasión fue más allá y dijo que «Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza».

Quien sí supo apreciar al uruguayo fue su compatriota Onetti, quien en un acto por el 50.º aniversario de su muerte le dedicó un fantástico discurso reproducido en El País, en el que, mediante una comparación con lo ocurrido a Hemingway, dedica una crítica voraz a esa generación iconoclasta que había despreciado la obra de Quiroga: «Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida élite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico. Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera que sea su tema, están construidos de manera impecable».

También Cortázar lo leyó con dedicación y no dudó en destacar, en varias ocasiones, tanto su admiración por Quiroga como el profundo conocimiento que este tenía del oficio de escritor. Además, en uno de sus mejores textos meta-literarios, Del cuento breve y sus alrededores, comienza citando el Decálogo del perfecto cuentista de Quiroga, otro escrito también meta-literario muy original: «Alguna vez Horacio Quiroga intentó un “Decálogo del perfecto cuentista” cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”». Sin embargo, por más que Cortázar lo tache de prescindible, de este fantástico decálogo merece la pena subrayar el quinto mandamiento: «No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas». Y es que gracias a esta máxima los cuentos de Quiroga atrapan desde el primer momento; y si no, para comprobarlo, no hay más que atender al comienzo de los famosos relatos: A la deriva, La gallina degollada, Anaconda y El regreso de Anaconda.

Por desgracia, la cadena de muertes violentas que rodeó a Quiroga toda su vida no se rompió con su propio suicidio el 19 de febrero de 1937, cuando a los cincuenta y ocho años, enfermo terminal de cáncer, ingiere una dosis letal de cianuro. Los tres hijos del escritor también acabarían suicidándose, al igual que su gran amigo y maestro, Leopoldo Lugones, quien, casualidad o no, eligió para acabar con su vida la fecha del primer aniversario de la muerte de Quiroga. Para Ricardo Piglia la explicación reside en «esa fantasía extraña de los escritores de dejar de ser escritores o de conseguir una experiencia más intensa que lo que se supone que es la experiencia de la literatura. Entonces la fantasía de la muerte de la literatura es como el acceso a lo real mismo». Solo unos meses más tarde hará lo mismo su amiga Alfonsina Storni, poeta modernista con la que Quiroga tuvo una relación sentimental. Fue ella quien, ante la muerte de su amigo, y como presagiando su propio final, escribió este poema maravilloso:

 

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,

y así como en tus cuentos, no está mal;

un rayo a tiempo y se acabó la feria…

Allá dirán.

 

No se vive en la selva impunemente,

ni cara al Paraná.

Bien por tu mano firme, gran Horacio…

Allá dirán.

 

“No hiere cada hora –queda escrito—,

nos mata la final.”

Unos minutos menos… ¿quién te acusa?

Allá dirán.

 

Más pudre el miedo, Horacio que la muerte

que a las espaldas va.

Bebiste bien, que luego sonreías…

Allá dirán.

 

Sé que la mano obrera te estrecharon,

mas no si Alguno o simplemente Pan,

que no es de fuertes renegar su obra …

(Más que tú mismo es fuerte quien dirá).