A día de hoy y en un país como España, el ciudadano tiene un número de derechos casi ilimitado, la mayoría de los cuales desconoce aunque los ejerza y disfrute. Constantemente se oye hablar de derechos, a veces incluso de algunos muy cuestionables conceptualmente.En España llegamos a hablar del derecho al subsidio, del derecho al trabajo o del derecho a la cultura, aunque por desgracia, recientemente hemos tenido que empezar a mencionar otros como el derecho a la energía o el derecho a una alimentación infantil equilibrada. En España hay muchas personas viviendo tragedias: paro, ausencia de ingresos, desahucios, etc. sin embargo, hay un derecho del que nadie habla aquí. Dejémoslo en casi nadie.

¿Quién se ha planteado que tiene derecho al agua potable? Es algo tan básico, tan obvio, tan natural, que a nadie se le ocurre cuestionarlo. Pareciera que el grifo es un elemento más de la naturaleza que nos riega con su agua limpia y que es propio del mero existir ciudadano. En España limpiamos los coches y regamos los campos de golf con agua potable, así que podría parecer un bien infinito.

Sin embargo, y aunque parezca una obviedad, no todo el mundo disfruta de los mismos derechos, supuestamente universales. Mientras que en nuestro país podemos plantearnos si tenemos derecho a entrar gratis a un museo público, hay países en los que gran parte de la población nunca ha pensado en derechos, y en los que el agua limpia no es un derecho sino un producto exótico.

Las estimaciones más conservadoras de la ONU (1) hablan de más de 700 millones de personas en el mundo sin acceso a agua potable, y Oxfam Intermón (2) denuncia que cada 20 segundos muere un niño en el mundo por beber agua sucia; así que está claro, el agua potable no es un derecho universal.

Por tanto, si hacemos un esfuerzo imaginativo e intentamos figurarnos cómo serían nuestras vidas sin esos grifos mágicos que siempre nos dan agua potable, probablemente no seríamos capaces de hacernos una idea muy real de lo que realmente supone no tener agua.

Lo que se muestra aquí es solo el ejemplo de una pequeña población que sufre la falta de agua potable. Una población en la que no hay grifos mágicos. Un puñado de personas con rostro y nombre que forman parte de ese grupo poco agraciado de 700 millones de seres humanos que no pueden lavar el coche con agua potable. Se trata de la ciudad de Gode, en la región somalí de Etiopía.

La falta de agua es la base de la pobreza. Estas personas se mueren de hambre porque no tienen agua para cultivar, se mueren de sed porque no tienen agua para beber, se mueren de diarrea o de cólera porque beben agua sucia, se mueren de corrupción porque no pueden ir al colegio porque tienen que ir a buscar agua caminando a seis kilómetros de casa, se mueren de fiebre tifoidea o de hepatitis porque no tienen agua para lavarse, y podríamos seguir indefinidamente. Todo lo que necesitan para solucionar la mayoría de sus problemas es una sola cosa: agua limpia. Y sí, muchos de ellos mantienen una sonrisa en la boca, pero no es gracias a la miseria. Estas personas no se quejan porque no les sirve de nada; no se manifiestan porque no saben lo que es una manifestación; no exigen nada porque nadie les ha dicho nunca que existe algo llamado derechos humanos. Pero, al igual que nosotros, se preocupan por la salud de sus hijos, sufren cuando enferman y lloran la pérdida de sus seres queridos. En definitiva, son humanos.

Personalmente me gusta, además de analizar la realidad y constatar los problemas que hay en nuestro mundo, buscar o al menos intentar idear posibles soluciones. Pero, ¿cuál es la solución a un problema que afecta a cientos de millones de personas en el mundo, y que en las próximas décadas es previsible que se agrave considerablemente dado el crecimiento demográfico de las poblaciones más vulnerables? ¿La justicia universal? ¿El amor fraterno? ¿Empezar a considerar a esas personas como nuestros propios hermanos? ¿El acceso a la educación para todos? ¿El fin de la corrupción? Sí. Sí a todo. El problema es, como es obvio, que cada una de estas ideas constituye en sí misma una utopía.

Sin embargo, me parece que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad sobre lo que ocurre en nuestro mundo y a nuestros semejantes y, por tanto, parte de la solución sí que está en nuestra mano. Tal vez sea una micro-solución. Tal vez solo sea la 1/7.000.000 (una sietemilmillonésima) parte de la solución global, pero creo que el hecho de ser copartícipe de la solución de los problemas del mundo ya puede, en sí mismo, constituir un reto ilusionante y una motivación para cualquiera.

En todo caso, constatar la realidad, por dura que sea, no debe sumirnos en el pesimismo sino que, más bien, debe despertar en nosotros las ganas de ser micropolíticos, y comenzar a desarrollar las micropolíticas que sí están a nuestro alcance. Por ejemplo, empezar a apreciar el valor de esa agua limpísima que sale mágicamente por el grifo y no malgastarla, y por extensión, valorar, cuidar y compartir todos los derechos que tenemos, sean más o menos evidentes.