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Estamos viviendo en tiempo real un endurecimiento acelerado de las condiciones materiales de la vida. La crisis intrínseca del capitalismo, basado en el crecimiento y la especulación, se hace cada vez más evidente, tanto en su impacto social como en los límites, científicamente comprobados, del planeta y de sus recursos. Ante tal panorama, la fascinación por el apocalipsis es el relato dominante de nuestro tiempo y ha calado fuertemente en la escena política, estética y científica. Como advierte la filósofa Marina Garcés en su ensayo Nueva ilustración radical (Anagrama, 2017), actualmente se padece una impotencia vinculada a la imposibilidad de ocuparse y de intervenir en las propias condiciones de vida.

Sin embargo, ¿no es esta actitud de rendición la que realmente estaría llevando a la especie humana al borde de su sostenibilidad? Para Garcés, la posmodernidad ha dado paso a la condición póstuma, que se materializaría en la creencia ciega en este relato sobre la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida. Nos habla de un analfabetismo ilustrado: lo sabemos todo pero no podemos hacer nada. Esta actitud tiene efectos diversos, desde la manera en que se configuran los sistemas de poder o las identidades hasta en el sentido mismo de la acción. Por lo tanto, frente a este dejarse caer, Garcés sugiere retomar el vínculo entre el saber y la emancipación. Propone pensar una nueva ilustración radical. El arma: la crítica.

Con «nueva ilustración» la filósofa no se refiere a la recuperación del proyecto modernizador que, desde el siglo XVIII y con la expansión del capitalismo a través del colonialismo, dominó el mundo, sino a la ilustración como actitud; una actitud crítica que implica preguntarse por qué nos creemos lo que nos creemos. La credulidad es la base de toda dominación, pues implica una delegación de la inteligencia y de la convicción. Sin el ejercicio de la crítica, el conocimiento tiende a volverse inútil porque aunque accedamos a sus contenidos no sabemos cómo ni desde dónde relacionarnos con ellos. Para la nueva ilustración, no se trata de saber qué es lo más acertado sino cuál es la relación más acertada con cada una de las formas de la experiencia y del saber.

Aprovechamos la participación de Marina Garcés (Barcelona, 1973) en el Festival Transeuropa, organizado por European Alternatives, para charlar con ella en Matadero Madrid.

 

Günther Anders, ya en los cincuenta, decía en La obsolencia del hombre que este se ha hecho pequeño respecto a su propia acción. La acción humana, tanto a nivel individual como colectivo, ya no estaría entonces a la altura de la complejidad que genera. ¿Cómo se relaciona esto con la idea de la pérdida de futuro y los actuales discursos apocalípticos?

Muchas veces se habla hoy del no-futuro como si se tratase de una especie de objetividad catastrófica. Ya sabemos que, de algún modo, todo tiende a su propia destrucción por el hecho mismo de funcionar como funciona: desde cómo consumimos, producimos, gastamos la energía o incluso cómo nos maltratamos psíquicamente. Sin embargo, creo que lo que realmente nos desconecta del futuro o nos hace tener una relación de pérdida de control sobre este es, precisamente, lo que recoges en la pregunta; esta imposibilidad de imaginar no de pensar, sino de imaginar y por lo tanto de tener una relación directa con las consecuencias de nuestra propia acción, tanto el qué hago yo como el qué hacemos nosotros, los que más o menos podemos alcanzar a decidir algo juntos; ya sea un barrio, una ciudad, incluso un país o Europa.

Cada uno de estos «nosotros» está muy lejos de poder percibir directamente que la acción y sus consecuencias tienen una relación más o menos manejable. Es ahí donde perdemos el futuro como esa dimensión del tiempo en la que las consecuencias de nuestras acciones tienen que ver con nuestra capacidad de relacionarnos con ellas. Y el problema lo que se convierte en apocalíptico es que tendemos a traducir eso en términos de irreversibilidad: solo puede ir mal porque nosotros no somos capaces de intervenir sobre el curso de las cosas. Y esto es justo contra lo que escribo, ya que el hecho de que el alcance y la escala de las consecuencias de la acción personal y colectiva no estén en proporción con lo que somos capaces de pensar, decidir y hacer no quiere decir que solo puedan ir a peor. Quizá tenemos que desarrollar otros modos de pensar y de pensarnos en relación con el tiempo futuro.

 La filosofía es un diálogo que retoma y retoma voces pero en cuanto aparece una relación preservacionista con ella, esta muere

Y parece que la filosofía también ha perdido esta capacidad de transformación, de generar acción.

Sí, en la filosofía se recoge y se expresa esta crisis de civilización, que no es solo una crisis objetiva sino también subjetiva, porque pone en cuestión los modos en los que nos hemos pensado como sujetos de la acción (sujetos políticos, conciencias, individuos, cuerpos); como tantas cosas que de algún modo han estallado en sus categorías y en sus conceptos, que es con lo que la filosofía trabaja. Y claro, en esta desproporción de la experiencia humana actual, la filosofía se encuentra sin marcos categoriales para relacionarse con estas nuevas condiciones, o simplemente se ve reducida a un producto del pasado que se sigue estudiando y reivindicando, lo que está muy bien pero la filosofía solo se puede defender haciendo filosofía, no solo preservándola. Es un diálogo que retoma y retoma voces pero en cuanto aparece una relación preservacionista con ella, esta muere. Es como encerrar una planta en un laboratorio: la puedes acabar conociendo muy bien pero no está viviendo, está haciendo otra cosa. Y después de un tramo final del siglo XX muy crítico, sobre todo en los 70 y los 80, en las últimas décadas ha habido cierto repliegue de este tipo en la filosofía. No haber sabido cómo pensar nuestros tiempos la ha reducido casi a una especie de legado, de patrimonio cultural del pasado con el que no se sabe qué hacer. Por ello, mi propuesta siempre es buscar las maneras de seguir haciendo filosofía, y eso quiere decir exponerse a pensar aquello que no sabemos pensar creando las situaciones adecuadas.

 

Es ante esta incapacidad que aparece la fascinación por «todo lo anterior». Actualmente hay una tendencia a glorificar lo premoderno o cualquier forma de vida precolonial por el mero hecho de serlo. En el plano ecológico esto también se puede relacionar con esa idea bucólica, todavía muy extendida, de naturaleza aún no corrompida por la mano del hombre.

Exacto. Por un lado, no sabemos cómo mirar a ese futuro que se nos descalabra y, por otro, no podemos relacionar directa o parcialmente las herramientas conceptuales de la filosofía (pero también las de muchas ciencias humanas, sociales, etc.), porque aunque tengamos muchos análisis de muchas cosas no nos dan marcos de comprensión potentes; entonces la mirada se proyecta hacia un pasado o hacia lo auténtico o hacia lo anterior, a todo eso que nos ha conducido a la situación presente.

En su último libro, Zymgunt Bauman se refiere a esto como «retrotopías», que se dan cuando el pasado se convierte en el lugar donde se proyecta la utopía. Obviamente son pasados ficticios. Por ejemplo, se tiende a ensalzar a Europa, como si esta tuviera un pasado de esplendor democrático igualitario. La historia de Europa es un sinfín de guerras con muchas batallas y con muchas creaciones e inventos maravillosos, pero el pasado utópico no sé dónde encontrarlo. Y así con todo. La naturaleza es un caso clave, por eso a veces retomo algunas cosas como lo de las ciudades en transición, la ecología de los pobres de la que habla Joan Martínez Alier en Barcelona, etc.

Veo un giro importante respecto al ecologismo más «moderno», aquel que aún contaba con una idea de naturaleza distinta, separada de la sociedad y de lo humano y, por lo tanto, que se podía cuidar, preservar o defender como algo «otro». En cambio, muchas de las formas del ecologismo actual ya no manejan ese concepto previo de naturaleza; por lo tanto, este ya no es preservacionista sino más ecosistémico, es más de pensar cómo conjugar, combinar, cómo estar de manera viva, dinámica y, por lo tanto, transformadora. La «naturaleza no transformada» ya no existe pero, en cambio, sí que existen maneras distintas de coexistir en esa actividad necesariamente transformadora del medio ambiente como algo que no está fuera de nosotros, sino que somos nosotros al mismo tiempo. Y es ahí donde se abre la necesidad de repensar lo humano; las tradiciones humanísticas, la continuidad entre lo humano, lo natural y lo tecnológico; el capitalismo… Ahí hay un combate sobre cómo situarnos en esta continuidad entre lo humano, lo natural y lo artificial que responde a intereses muy distintos según cómo se planteen.

 El algoritmo también arrastra ideología, emocionalidad, visiones del mundo, valoraciones sobre qué vidas cuentan y cuáles no, etc.

De hecho, ahora vemos como cogen fuerza corrientes como el posthumanismo y el transhumanismo, así como las quejas de sus detractores. Ante este panorama, resaltabas el peligro de delegar en la máquina.

Sí, son cosas en las que estoy trabajando ahora, así que no soy una experta en ello. Pero para mí el problema no está tanto en el debate entre lo artificial o lo humano, que es donde precisamente se quedan estas posiciones de tipo humanista: en el miedo a la máquina y al robot, en una especie de neoludismo; como si hubiera algo auténtico y puro a salvar en lo humano que no tuviera que ver con lo técnico. Por lo tanto, no podemos abordar (y, de hacerlo, sería desde un lugar muy fracasado) las transformaciones actuales lo que el foro de Davos y otros líderes del capitalismo actual llaman la cuarta revolución industrial si nos mantenemos únicamente en el «que no nos toquen lo humano», en una especie de gesto casi religioso.

Desde el otro extremo ideológico, existen otras dos posiciones que suponen lo mismo que la visión tecnofóbica. Por un lado, la idea de que solo la inteligencia artificial nos puede poner a la altura de lo que hoy el capitalismo más último necesita en términos de productividad, de inteligencia, de proceso intensivo y en tiempo real de cualquier tipo de información, de decisión, etc. Y por otro lado está la misma operación a la inversa, que implica la aparición de nuevas tecnoutopías de tipo emancipador. Es la idea de que solo los hackers, la IA o los ciborgs nos pueden salvar de la esclavitud, el trabajo, la precarización de la vida, la destrucción ambiental, etc.

Yo creo que nada nos puede salvar, en el sentido de que si nos ponemos en términos de salvación y condena no hay salvación, pero tampoco creo que estemos condenados. Es decir, que creo que un pensamiento crítico, capaz de no proyectarse en grandes narraciones sino de discernir y analizar qué está pasando en cada contexto y en cada momento, no tiene que aceptar este código de condena-salvación que tanto el capitalismo como sus críticos están usando cada vez más. Hay que analizar en esta continuidad entre lo humano, lo natural y lo tecnológico qué relaciones nos dan, por un lado, más capacidades de emancipación y cuáles nos subordinan o nos someten más a condiciones de explotación y de delegación por otro. Porque principalmente lo que ocurre, para mí, en esta desproporción entre lo que podemos hacer y lo que imaginamos que podemos hacer, es que queda tan lejos la capacidad de pensar, imaginar y trabajar con eso que hacemos, que acabamos delegando más funciones ejecutivas de las que deberíamos al buey también le delegábamos arar la tierra o arrastrar el arado, es decir, que siempre hemos transferido parte de nuestra actividad; las sociedades humanas son conjuntos de delegaciones—. El problema es que en eso hallamos una especie de rendición antropológica. Lo que a mí me preocupa es el pensamiento de que, «como los humanos ya no podemos ni sabemos relacionarnos con lo que hacemos, que venga otro a hacerlo por nosotros». Y en esa estructura cabe cualquier cosa: desde un súper líder, el megaempresario Donald Trump, hasta el robot bélico o médico; que no me parece mal que existan, otra cosa es qué relación estemos dispuestos a tener con eso que inventamos.

 

Artistas e investigadores como James Bridle o Zach Blas advierten, por ejemplo, de la falsa neutralidad que se le atribuye a los algoritmos. Creemos en la «objetividad» de estos y ya controlan muchos ámbitos de nuestras vidas diarias. Estamos delegándoles decisiones muy serias.

Delegamos en ellos la neutralidad. En algunos estudios que he leído sobre robots bélicos ya no se refieren al robotito que va a desactivar la bomba o al dron que va a lanzar el misil, sino a robots pensados para decidir cuándo, cómo, a quién y de qué manera se bombardea… es decir, se les transfiere la decisión bajo el supuesto, desde la ética de la guerra, de que será más neutral y más justa porque el algoritmo no tiene las parcialidades de la ideología y las emociones. Sin embargo, el algoritmo también arrastra ideología, emocionalidad, visiones del mundo, valoraciones sobre qué vidas cuentan y cuáles no, etc. Bajo esa delegación nos permitirnos creer que esa decisión siempre será mejor.

Festival TRANSEUROPA 2017. Fotografía de Elisa Sánchez Fernández,

Dices que cada época y sociedad tiene sus formas de ignorancia. Ante el exceso de información al que nos vemos expuestos, si anteriormente la credulidad se basaba en la ausencia de conocimientos, ahora se debe más a una sobredosis que nos impide asimilarlos y/o elaborarlos. Es en este cambio de paradigma que se hace más evidente que el acceso al conocimiento no implica acción.

Esta es una de mis mayores preocupaciones. Durante algunos siglos, las luchas populares por la alfabetización, por la escuela pública o por la democratización del acceso al saber se basaban en la idea de que si conseguimos acceder a aquello que nos es negado por los monopolios correspondientes la aristocracia primero, luego la burguesía, etc., seremos libres: «saber es poder». Se pensaba que la instrucción o el acceso a la educación o a la alfabetización hace a las personas sujetos capaces de saber, de estar informados y, por lo tanto, de actuar en consecuencia.

¿Qué hemos comprobado en estas último décadas en España? Pues que ahora los efectos emancipatorios no se derivan del acceso al conocimiento. Entonces la pregunta es, ¿cómo ha pasado esto? ¿De qué está hecha esta neutralización crítica del acceso al saber? Una de las respuestas es la saturación, claramente. Hay otras más de tipo político, de tipo cualitativo, etc. pero esta es directamente cuantitativa, lo que de nuevo nos lleva a la cuestión de la desproporción. No hay manera humana (a no ser que nos implanten muchos chips) de relacionarnos con el conocimiento que no sea finalmente puramente pasiva, dado el volumen y la intensidad de la información que recibimos permanentemente y que, además, muchas veces es redundante y falsa. Pero el problema ya no es ni siquiera ese, sino el hecho de que ya no genera ningún tipo de relación al alcance de algún tipo de reciprocidad. A veces me imagino a esos patos que alimentan en exceso para hacer foie gras; tengo la sensación de que somos como patos a los que nos dicen todo lo que pasa hasta que se nos hincha el hígado y nos revienta.

El «no nos representan del 15M» se va desplegando bajo muchos aspectos 

Sin embargo, antes mencionabas las ciudades en transición como una nueva narrativa que incita a la acción. ¿En qué consisten estas?

Las ciudades en transición es un movimiento que empezó en Inglaterra y que parte de la idea de que ya no se trata tanto de adoptar un modelo u otro de producción, consumo, explotación, etc. ni de pensar solo en claves de futuro y de modelo, sino en prácticas de transformación en devenir, no solo en presente (como si este fuera estático), sino en tránsito; en aquello que ya podemos estar haciendo a pesar de que estemos, por ejemplo, aún en modelos de consumo de carburos. Si decidimos esperar a no tener coches de gasolina para empezar a cambiar los modelos energéticos ese momento nunca va a llegar.

Me gusta esta idea de cómo crítica y transformación se pueden encontrar en el tiempo. Ya sabemos que la crítica hoy nos lleva a impugnar casi en su totalidad los modos que tenemos de vivir, pero el hecho de que la crítica sea necesariamente total no implica que la práctica tenga que esperar a poderse relacionar con ese todo, porque entonces ya estamos otra vez en el momento de la desproporción: con el todo no te puedes relacionar, porque tú eres muy pequeño en relación al todo.

Las ciudades en transición están llenas de ejemplos de lo primero que me preguntabas, de cómo empezar a hacer que se encuentre lo que en un principio, por relación de proporción, no se podría encontrar. El cambio pequeño y el cambio total, la práctica cotidiana y la transformación del mundo, la velocidad en la que ciertos cambios se imponen y la lentitud de las consecuencias de esos cambios, etc. Todo eso son transiciones que podemos pensar desde experiencias muy concretas.

Yo además traslado esta idea al campo de las humanidades, ya que el debate en torno a estas se ha quedado en un planteamiento parecido al del ecologismo moderno, de «cómo salvar las humanidades», «cómo salvar la cultura» o de «cómo la cultura nos puede salvar»; es decir, bajo conceptos muy preservacionistas, salvacionistas,conservadores y, al final, también muy puristas.

 

¿Cómo crees que se relaciona el sistema político actual con la cultura? ¿Qué capacidades crees que le otorga? Hay iniciativas, como tu proyecto Espai en blanc, desvinculadas de este y que lo ponen en tela de juicio.

Yo creo que el sistema actual, contra lo que muchas veces parece e incluso decimos, sí que da mucha importancia a la cultura, pero en la manera que le interesa darle importancia. Es decir, no es que la relegue a una lateralidad, sino que, por lo menos en las sociedades occidentales con más o menos bienestar, la convierte en el campo de batalla principal: es ahí donde se construye la subjetividad consumista y acrítica que tenemos. Es decir, hoy la cultura construye al ciudadano a través de una actitud de consumo. El individuo consume según una carta de posibilidades entre las que puede escoger, como si fuera un menú, opciones políticas, estilos de vida, formas de estar en el mundo, etc. La cultura no es solo ir al cine o comprar un libro; la cultura es el modo en el que entendemos y damos forma a la manera en la que vivimos juntos. La industria cultural —que incluye desde el diseño de ropa hasta el cine más comercial, desde la televisión y las redes sociales a lo más exquisito y lo más sofisticado es todo eso a través de lo cual ejercemos hoy en día de ciudadanos consumidores acríticos.

En este panorama, la cultura contracultural es la única que va de algún modo rompiendo su propia función social. Filósofos como Nietszche y Deleuze defendían que solo se puede pensar contra el propio tiempo. Este contra no es necesariamente un contra destructivo, sino al revés, creativo: solo creando otros modos de entender y valorar nuestras formas de vida podemos empezar a pensar, crear, compartir, etc., que es lo que se supone que es la cultura. Pero las formas culturales que el propio sistema produce son aquellas que precisamente nos subordinan más y mejor, aunque nos presenten al mercado y la cultura como enfrentados cuando en realidad la cultura es el mercado y el mercado es la cultura.

 

En uno de los momentos más críticos de la situación catalana leíste el pregón de las Festes de la Mercè. Dijiste que «una ciudad está hecha del ir y venir libre de la gente. De hecho, el nosotros barcelonés es una ficción construida a partir de todos los pueblos, acentos y paisajes que traemos con nosotros quienes vivimos aquí». ¿Qué papel crees que están jugando los nacionalismos? También parece que las medidas de Rajoy han evidenciado radicalmente ese estado de emergencia perpetuo en el que vivimos.

Creo que lo que está pasando en Cataluña no está pasando solo en Cataluña, sino en toda España. El Estado español actual se ha encontrado expuesto y contrapuesto a sus propios límites históricos, institucionales o de legitimidad (todo lo que algunos han llamado «fin del régimen del 78» o «crítica a la transición»), que solo pueden sostenerse imponiéndose imponiendo la Constitución y el estado de excepción, imponiendo al rey y a gobiernos donde haga falta, etc.

Cuando un sistema solo puede persistir mediante la imposición evidencia que no está dando nada que sea ya vivo y útil a las personas o a los ciudadanos o a las colectividades que en ese momento participan de él. Esto, que es un problema político con muchas caras históricas, políticas, culturales, etc. se reduce y se neutraliza a un conflicto entre nacionalismos. Hay mucho nacionalismo español y mucho nacionalismo catalán. Pero para mí no es una historia entre dos nacionalismos, es mucho más interesante que eso. El relato del nacionalismo siempre es más simple que el de la transformación política y social. De algún modo, es la manera de simplificar y controlar mejor. Los nacionalismos se dan miedo el uno al otro y se alimentan el uno al otro y por eso son manejables. Si en vez de mirarlo desde aquí lo hiciésemos desde la perspectiva de transformaciones políticas y sociales profundas y necesarias en este nuevo tránsito del Estado español, se abrirían preguntas mucho más interesantes.

 

Muchas personas que no se sienten representadas.

Sí, el «no nos representan del 15M» se va desplegando bajo muchos aspectos y hay una parte importante de la sociedad catalana, independentista o no, que no se siente representada ni con ganas de que se le represente desde las estructuras actuales. Es un problema de propia definición del Estado español. La aplicación del artículo 155 es el síntoma de esto, ya que cuando un Estado democrático solo puede persistir tomando, siempre se da una toma del poder del otro. Al decir que no está pasando solo en Cataluña, me refiero a que cuando mañana vuelva a surgir un conflicto de cambio social o un nuevo 15M las cartas estarán puestas sobre la mesa. Por un lado, la sociedad en su conjunto se preguntará, «¿es este el Estado que queremos?». Por otro, se le preguntará al Estado «¿Y cuánto tiempo podréis durar así?». En realidad, esta fuerza puede que sea muy fuerte a corto plazo porque es muy violenta pero es muy frágil a largo plazo porque va creando más desafección y menos reconocimiento. Creo que estamos ahí.