Esta semana se celebra en Madrid el Orgullo LGTBI. Son días de reivindicaciones y visibilidad, y quizás también sean el mejor momento del año para reflexionar sobre qué influencia han tenido en la sociedad las representaciones de gays y lesbianas aparecidas a lo largo de la historia del cine[1].

Pero antes de empezar conviene preguntarse: ¿qué es la homosexualidad? A priori, parece una cuestión sencilla de responder: se considera homosexual a una persona que manifiesta clara preferencia sexual por personas de su mismo sexo. Pero si interrogamos a un mayor nivel de profundidad, podremos encontrar acalorados debates que se han desarrollado durante el último siglo. Quizás la principal fuente de divergencias entre aquellos que estudian la homosexualidad y sus manifestaciones socioculturales es el ya clásico debate entre esencialistas y constructivistas.

La posición esencialista agrupa a aquellas posturas que ven la homosexualidad como un fenómeno que se ha mantenido constante a lo largo de la historia, de formas similares a las actuales. A tal posición podrían vincularse las teorías sobre el origen de la homosexualidad que afirman que se trata de algo congénito, con lo que se nace. La posición constructivista, por su parte, sigue una línea de pensamiento que considera la sexualidad humana como una construcción y las delimitaciones entre sexualidades como algo construido socioculturalmente. Asimismo, los constructivistas entienden que lo que han existido son relaciones sexuales entre personas del mismo sexo codificadas de distinta forma según cada sociedad y el contexto histórico de esta (o en otras palabras, que la homosexualidad no era lo mismo en la antigua Grecia que en el San Francisco de los años setenta).

Tal es el debate, en líneas generales, y a día de hoy sigue vivo. En todo caso, sirve para evidenciar que la homosexualidad como fenómeno sociocultural es algo complejo y que, desde luego, no se trata de algo monolítico, puramente esquemático, en lo que la suma de los factores siempre da lugar a idéntico resultado. En este sentido, hay quienes prefieren hablar de homosexualidades, reconociendo así la diversidad y variabilidad de las manifestaciones del fenómeno.

Tras estos preliminares, llega el momento de lanzar la pregunta: ¿cómo ha representado el cine la homosexualidad a lo largo de su historia?[2].

El homosexual como invertido

Quizás el modelo de representación más conocido sea el de inversión sexual. En el caso masculino, la homosexualidad se representa a través de figuras de hombres con rasgos tradicionalmente asociados a la feminidad: amaneramiento gestual, voz atiplada y aguda, excesivo gusto esteticista que se manifiesta en afeminados estilismos o en profesiones relacionadas con la moda o la decoración de interiores. En el caso femenino, la lesbiana representada siguiendo el modelo de inversión se caracteriza por mostrar rasgos tradicionalmente asociados a la masculinidad: voz grave, pelo corto, escaso cuidado de la apariencia física, gestualidad ruda y carácter agresivo. O en otras palabras, estamos hablando de los estereotipos del mariquita y la marimacho.

El personaje de Alfredo Landa en No desearás al vecino del quinto es un «verdadero hombre» que se hace pasar por homosexual para poder ser sastre de señoras en un pueblo muy conservador

No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970)

No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970)

En relación con el estereotipo del mariquita puede citarse como ilustración harto elocuente la película No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970). Se trata de un hito representacional en la historia del cine español pues, por primera vez, la censura permitió la aparición de un personaje protagonista con signos inequívocos de homosexualidad. Alfredo Landa interpreta a un amanerado modisto de pueblo, de voz chirriante, tremendamente afeminado, con pelucón rubio y perrito caniche. En realidad, su personaje es un «verdadero hombre» que se hace pasar por homosexual para poder ser sastre de señoras en un pueblo muy conservador, en el que los hombres son muy hombres y no les gusta que otros vean a sus mujeres en ropa interior, pero se sienten tranquilos sabiendo que están con un mariquita. Además, el sastre demuestra su verdadera masculinidad escapándose con frecuencia a ligar con chavalitas a la gran ciudad y siendo infiel a su mujer.

Los mariquitas se prodigaron en numerosos títulos de los años setenta y ochenta, lo que pone en evidencia el éxito de esta figura cómica entre el público de la época. Una veta derivada de este filón sería la de explotar situaciones en las que prototípicos españolitos (Andrés Pajares, Fernando Esteso…) torcían sus gestos y «se amariconaban» para salir airosos de alguna situación, o incluso se travestían, como en la siguiente secuencia de Los bingueros (Mariano Ozores, 1979).

Homosexuales oscuros e inquietantes

En relación con el estereotipo de la marimacho, puede citarse el ejemplo de la señora Danvers en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940) que nos permite desplazarnos hacia otro modelo de representación, el del perverso amenazante o criminal. La señora Danvers es una mujer inquietante y siniestra de aires sumamente masculinos que se dedica a hacerle la vida imposible a la atormentada protagonista del filme, añorando el estrecho vínculo emocional que la unía a su anterior señora, la difunta Rebeca, de quien era su «mujer de confianza». Si en el cine clásico ya eran inquietantes para el espectador masculino las figuras de mujeres seductoras, con iniciativa sexual y que asumían roles activos frente a los hombres, el hecho de que un personaje femenino ni siquiera mostrara interés por estos redoblaba la sensación de amenaza.

 

Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940)

Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940)

Por la parte masculina, pueden citarse numerosos ejemplos de personajes en el cine de Hitchcock cuya potencial criminalidad se vincula con una sexualidad problemática o más claramente con la homosexualidad —en la línea de cierta tradición psicoanalítica que vinculaba cualquier comportamiento patológico con la traumatología sexual—. Véanse al respecto los protagonistas de La soga (1948), el personaje de Bruno en Extraños en un tren (1951) o el de Norman Bates en Psicosis (1960).

No quisiera cerrar este apartado sin mencionar un filme que evidencia cómo se desarrollan postulados ideológicos homófobos dentro del cine comercial. Se trata de Cruising (A la caza, William Friedkin, 1980), el cual ya suscitó abundantes quejas del movimiento gay en la época de su realización y estreno. La trama es sencilla: en San Francisco, alguien se está dedicando a asesinar homosexuales y, para ello, un ínclito policía (Al Pacino) deberá infiltrarse en su oscuro mundo, conocer sus códigos secretos y descubrir al asesino. El planteamiento (y el desarrollo) es idéntico al de muchas películas policiales donde el protagonista debe infiltrarse en un mundo turbio, como el de las drogas o incluso en un manicomio (citemos casos como el de Corredor sin retorno [Samuel Fuller, 1963], o la más reciente Shutter Island [Martin Scorsese, 2010]), y finalmente acaba (o se revela) pervertido por ese mundo. Al Pacino es tan buen policía que se mata a hacer pesas para estar cachas, se pone camisetas de tirantes, explora bares de ambiente donde la gente viste en cuero, hace fisting en medio de todos e, incluso, se involucrará tanto en el caso que las dudas sobre su propia sexualidad aflorarán y su sana relación con su novia de toda la vida peligrará (!!!). No digo que ciertos aspectos aparecidos en el filme no existan, pero sí es evidente su predilección por mostrar el lado más oscuro de la subcultura homosexual como si fuera un mundo sórdido, en un momento en el que no abundaban precisamente las películas mainstream (y mucho menos, las imágenes positivas) sobre esta. Asimismo, refuerza el viejo mito de que la exposición continuada a la homosexualidad acaba corrompiendo o, en otras (viejas) palabras, que puede acabar convirtiéndole a uno en maricón.

El film Cruising refuerza el viejo mito de que la exposición continuada a la homosexualidad acaba corrompiendo o, en otras (viejas) palabras, que puede acabar convirtiéndole a uno en maricón

El sexo lésbico, al servicio de la mirada masculina

Si bien con respecto a los gays las relaciones tradicionales del cine han sido las de comicidad, terror o desprecio, estas han tendido a ser distintas en relación a las lesbianas. Por supuesto, el terror no ha faltado, y pueden citarse numerosos ejemplos en los que el mal rollo generado por una perversa criatura tenía además como aliciente sus inclinaciones lésbicas —sobre todo en el cine de terror de los setenta, en el que proliferaron películas sobre vampiras o despiadadas nazis (y cuyos fans incluso hacen rankings de preferencias)—. Y es que, con la relajación de la censura en el cine occidental iniciada a finales de los años sesenta y generalizada en los años setenta, se produjo un boom de relaciones sexuales lésbicas representadas en pantalla. Es bien sabido que una de las cosas que más ha excitado tradicionalmente al público masculino heterosexual son dos mujeres desnudas teniendo sexo y los creadores del cine de aquella época no pasaron por alto la posibilidad de incluir en sus películas abundantes lesbianas, o chicas confundidas, que querían experimentar con su sexualidad.

Los ejemplos son abundantes y hasta pueden hallarse en coordenadas más propias del cine de autor. Recuérdense los flirteos entre Dominique Sanda y Stefania Sandrelli en El conformista (Bernardo Bertolucci, 1970) o bien en cine claramente comercial, con películas como Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974) y sus sucesoras, en las que la curiosidad sexual de sus protagonistas implicaba la aparición de algún lascivo encuentro sexual lésbico. La representación de tales personajes de lesbianas, que no solía ser muy compleja, demuestra que estaban al servicio del placer de la mirada masculina: eso sí, muchas veces las narrativas reinstauraban cierto statu quo que provocaba la muerte o la soledad de la «verdadera» lesbiana, o la vuelta al redil «hetero» de la mujer confusa que ha experimentado con el lesbianismo.

Me siento extraña (Enrique Martí Maqueda, 1977)

Me siento extraña (Enrique Martí Maqueda, 1977)

Todo ello tendría un reflejo directo en el cine de destape español, como puede leerse en el muy interesante libro Placeres ocultos, de Alejandro Melero, donde se abordan casos tan variados como las últimas películas de Ignacio F. Iquino o Me siento extraña (Enrique Martí Maqueda, 1977). En este filme Bárbara Rey y Rocío Dúrcal intercambian besos y caricias, tras haber sido violada la primera por varios hombres y tras haber roto su matrimonio por frigidez la segunda; ambas se han ido previamente a vivir juntas a un pueblo donde los vecinos las rechazan y solo las aprecia de verdad el tonto del lugar. El lesbianismo surge así casi como la única opción posible para estas pobres mujeres, cuyo antológico retoce final (hoy día, de culto) se descubre en los últimos segundos de la película como algo visto a escondidas por su amigo disminuido psíquico. Así, se enclaustraba el sexo lésbico (una vez más en el cine de la época) dentro de la diégesis narrativa como algo al servicio de la mirada masculina.

El homosexual atormentado

Durante décadas, los desenlaces trágicos fueron habituales en numerosas películas con personajes homosexuales. Podríamos hablar aquí del modelo representacional del homosexual atormentado, caracterizado por personajes tristes, torturados por la sociedad y por sí mismos, casi siempre con finales desoladores. Al respecto, puede consultarse la sección In memoriam con la que Vito Russo cierra su trascendental libro The Celluloid Closet, recordando a todos aquellos personajes homosexuales que murieron en las narrativas de películas estrenadas hasta entonces (cuya versión documental puede servir como útil aproximación a la materia para los curiosos).

La calumnia (William Wyler, 1962)

La calumnia (William Wyler, 1962)

Un ejemplo paradigmático de este modelo de representación es La calumnia (William Wyler, 1962), donde la mala fama del lesbianismo pesa sobre dos amigas (una de las cuales en verdad sí que siente algo por la otra) y la fatalidad se adueña de sus vidas. En cuanto a los gays, utilizaré como ejemplo bisagra entre este modelo y el siguiente el caso de Victim (Basil Dearden, 1961), una pionera película en la que se muestran las penurias de un abogado de prestigio quien, tras conocer el suicidio de un antiguo amante, trata de luchar contra un mundo adverso que rechaza su diferencia sexual. Sin embargo, el planteamiento aquí es positivo y de denuncia, crítico con la injusta situación de los homosexuales en la sociedad, abocados a la burla, al rechazo o al desprestigio social e incluso muchas veces castigados por la ley o chantajeados para que su sexualidad no se haga pública.

El planteamiento de Victim (1961) es positivo y de denuncia, crítico con la injusta situación de los homosexuales en la sociedad: es la antesala de un futuro cine militante

De un cine militante gay/lésbico a un cine queer

Victim es uno de los primeros pasos hacia un cine militante, que aflora en los años setenta, tras los disturbios de Stonewall, con los cuales «oficialmente» nace un movimiento civil gay y lésbico, que aboga por derechos e igualdades para los homosexuales, por el fin de la discriminación, por la salida del armario como forma de combatir la opresión, y en cuanto al cine, por la generación de imágenes positivas con las que derrocar los estereotipos y los prejuicios hacia los homosexuales.

Quisiera rescatar como película de particular importancia dentro del cine español la algo olvidada Los placeres ocultos, de Eloy de la Iglesia, filme que en 1977 se atreve a abordar de frente la cuestión de la homosexualidad. Se trata de una de las últimas películas que tuvo problemas de censura por la administración heredada del franquismo (aunque finalmente pudo estrenarse íntegra) en un momento histórico en el que todavía estaba vigente la Ley de Peligrosidad Social, que señalaba como fuente de «peligrosidad», junto al proxenetismo o el tráfico de drogas, las relaciones entre personas del mismo sexo. Aunque a día de hoy ha quedado algo eclipsada por la posterior El diputado (Eloy de la Iglesia, 1978), donde se añade al debate de la aceptación de la homosexualidad su inserción en la naciente izquierda política de la Transición, Los placeres ocultos merece la pena ser redescubierta por su alto valor historiográfico.

Junto a la promoción de imágenes positivas y la búsqueda de la aceptación social, se tendía a considerar que había «mejores» formas de ser homosexual que otras, más socialmente aceptables por la tradición heterosexista

Tras unos primeros años de necesaria labor del movimiento gay, fueron apareciendo las primeras críticas en su seno. Junto a la promoción de imágenes positivas y la búsqueda de la aceptación social, se tendía a considerar que había «mejores» formas de ser homosexual que otras, más socialmente aceptables por la tradición heterosexista, esto es, en líneas generales: el hombre blanco, sin pluma (o la mujer blanca que no resulta excesivamente masculinizada), que no es promiscuo, que triunfa laboralmente.

¿Pero qué sucedía con aquellos homosexuales afeminados o masculinizadas, a los que les gustaba llevar una vida sexual promiscua o bien eran de otra raza o bien eran bisexuales o preferían no definirse con un concepto o bien se sentían conformes con actitudes sexuales censuradas por la mayoría o bien tenían sida? Tales cuestiones eran proclives a generar cierta discriminación interna entre los propios homosexuales con tal de lograr la tolerancia de la mayoría heterosexual. Así fue surgiendo progresivamente el movimiento queer, cuya complejidad no puede sintetizarse en unas líneas, pero que apoya y defiende cualquier manifestación identitaria o sociocultural caracterizada por su diversidad sexual frente a la tradición heterosexista. Su línea de pensamiento es más afín, por tanto, a los postulados constructivistas de los que hablaba al inicio.

Hacia representaciones más variadas y complejas

En paralelo a su desarrollo, la representación de la homosexualidad en el cine ha ido evolucionando hacia derivas más complejas y más arriesgadas. En los últimos años hemos podido ver representaciones que trascienden el debate de las imágenes positivas y su necesidad para promocionar la aceptación social de la homosexualidad, aunque no en todos los países.

En Italia, por ejemplo, se ha estrenado en una fecha tan reciente como 2010 una película como Tengo algo que deciros, que evidencia la necesidad de imágenes positivas en la sociedad italiana. El director Ferzan Ozpetek escoge como protagonista a Riccardo Scamarcio (el Mario Casas italiano), el cual encarna a un joven y guapo gay, sin pluma pero con titulación universitaria que, tras varios años viviendo en la ciudad, se reencuentra con su conservadora familia, y en ese reencuentro le acompañan sus amanerados amigos: todo ello propicia momentos cómicos y discursos de aceptación y tolerancia.

Sin embargo, en otras áreas geográficas la homosexualidad ha dejado de estar en el centro de la narrativa para ser un elemento más en la caracterización de los personajes: la homosexualidad no es el tema, sino un aspecto más puramente relacional, sobre el que no hay debate, sino que es presentado de forma natural y punto, aceptado por los demás personajes sin más. En Francia, por ejemplo, puede destacarse el caso de La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013), donde el tema principal no es el lesbianismo de sus protagonistas, sino el desarrollo de su historia de amor, con un tratamiento narrativo y formal equivalente al que podría tener una relación heterosexual. Se trata de algo sumamente normal, pero que, sumado al naturalismo de sus escenas de sexo, ha sorprendido en una fecha como 2013 a numerosos críticos. Algo parecido ha sucedido con El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013), que retrata sin juzgar ni dar explicaciones el mundo del cruising, y en el que, si bien el sexo gay ocupa un lugar central en la narrativa (también se muestra de forma muy naturalista), no es la homosexualidad per se el tema, sino las relaciones que se establecen entre el protagonista y los demás hombres a su alrededor.

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013)

En películas como La vida de Adèle (2013) o El desconocido del lago (2013), la homosexualidad no es el tema, sino un aspecto más puramente relacional, presentado de forma natural y punto

Como se puede apreciar, la representación de la homosexualidad, masculina o femenina, ha evolucionado con creces desde los orígenes del cine hacia retratos humanos más complejos y menos estereotipados de lo que era habitual en el cine clásico. Quizás el rápido repaso que se ha realizado de diversos modelos de representación sirva al lector para detectar remanentes del pasado en películas o series actuales. En general, la aparición en los medios de comunicación españoles de figuras de homosexuales variadas y diversas ha permitido un gran desarrollo de su aceptación e integración en la sociedad. Aun así, la igualdad sigue sin ser absoluta, y es necesario seguir luchando contra las injusticias derivadas de la diferencia sexual.

 

[1] ^ Por razones de espacio, este artículo se ocupa fundamentalmente de representaciones de gays y lesbianas, aunque conviene al menos recordar que el movimiento LGTBI integra también a transexuales, bisexuales e intersexuales.

[2] ^ Al respecto, existe una abundantísima bibliografía de Estudios queer aparecida desde los años setenta. Los Estudios queer podrían definirse como la rama de los Estudios culturales que estudia todas aquellas manifestaciones socioculturales alternativas a la tradición heterosexual. Para aquel que quisiera iniciarse en lo relativo al cine, quizás el mejor libro disponible en castellano es Miradas insumisas, de Alberto Mira.