Los intelectuales nunca han dejado el panteón de la nostalgia sin rosas frescas. Platón, como en tantas ocasiones, fue un pionero añorando las virtudes de una sublime polis pasada. En un tono más personal, Manrique nos advertía en verso de que todo tiempo pasado fue mejor. Y de la pérdida de tono vital de Nietzsche a la civilización del espectáculo de Vargas Llosa, nunca han faltado teorías sobre la degeneración cultural, social, política o económica de la sociedad. Hoy en día, triunfa entre los mortales sin biografía en Wikipedia la idea de que vivimos en tiempos de decadencia. En mi opinión, esta creencia es difícilmente sostenible y dañina por su influencia en el debate político y la idea de cambio.

Como insistió Ortega en La rebelión de las masas, no puede haber decadencia sin que el pasado supere al presente. Esta trivialidad es frecuentemente ignorada por quienes afirman que «estamos cada vez peor» o que «el mundo se va a pique». Casi con independencia de nuestras convicciones morales, es complicado argumentar que no vivimos en el mejor de los mundos que ha conocido la Historia. No porque en él no abunden la injusticia, el sufrimiento innecesario, la barbarie y el horror, desde luego, sino porque en el pasado estos imperaban aún más implacables y populosos. Cuesta encontrar una métrica que contradiga esta proposición: jamás fueron mayores a nivel global la esperanza de vida, la tasa de alfabetización, el acceso a la educación o al agua potable, la igualdad de género, los estándares de vida materiales, la libertad sexual, de credo, pensamiento, prensa o asociación, como jamás fueron menores las tasas de pobreza absoluta, de mortalidad infantil y de desnutrición.

Tal vez la mejor estrategia para convencer al lector es incitándolo a responder: si usted tuviese que nacer en el seno de una familia del planeta totalmente aleatoria, ¿cuándo decidiría nacer? Hasta la fecha, no he conocido a nadie que no mencione la época actual. ¿Cómo explicar entonces la popularidad de los creyentes en la decadencia? De forma especulativa, sugeriría que los decadentistas, pudiendo serlo fruto de una reflexión pausada, lo son sobre todo por la indignación y la rabia que la miseria del mundo provoca entre los que no se resignan a tolerarla.

Lo argumentado para el mundo también es cierto para el desconcertante trozo de tierra que llamamos España. Por supuesto, la crisis económica ha empeorado las vidas de millones de españoles. Y sin embargo, si examinamos la España conocida por aquellos jóvenes que hoy alargan las colas del paro, nos veremos obligados a admitir que es probablemente la mejor que jamás existió. Sí, la España de las dos últimas décadas, la del paro, la corrupción, la burbuja y el capitalismo castizo, ha ofrecido las mejores condiciones de vida que se hayan dado en la historia peninsular. De nuevo, si usted tuviera que nacer al azar en este país, ¿cuándo decidiría hacerlo? ¿En la España hambrienta y miserable, de campesinos iletrados y sotanas omnipotentes de los Austrias? ¿En los años de la Segunda República, cuando uno de cada diez niños moría al poco de nacer, la esperanza de vida rozaba los cincuenta y la renta per cápita no llegaba a la sexta parte de la actual? Incluso los nostálgicos de la Transición olvidan que la tasa de paro entre 1982 y 1999 nunca estuvo por debajo del quince por ciento o que la renta media de los hogares sigue siendo hoy, contabilizando los estragos de la Gran Recesión, el doble que en los albores de la democracia.

Tendemos a creer primero en el cambio abstracto y solo después llegamos a concretarlo en un programa político

¿Pero por qué debería preocuparnos este espejismo de la decadencia? Primero, porque la nostalgia injustificada nubla el diagnóstico de las políticas adoptadas en el pasado. Creyéndonos en el peor de los mundos tenderemos a sobrestimar medidas caducas. El segundo motivo, estrechamente ligado al primero, es que la idea de cambio se hace más suculenta cuanto mayor sea nuestro sentimiento de decadencia. Como el río seco que solo puede conocer días mejores, imaginamos la sociedad tan cerca del fondo que todo cambio solo puede ser a mejor. El concepto de cambio es inmensamente popular en la política moderna. Y, en efecto, no es raro que políticos, periodistas y tertulianos de todo signo ideológico se satisfagan, en defensa de cualquier política, con afirmar que esta «representa un cambio».

Es evidente que no todo cambio puede ser a mejor tanto como no puede serlo a peor. Cuando los inconformistas decimos que una sociedad necesita de un cambio en profundidad, por supuesto nos referimos a un cambio para bien, en cuya existencia confiamos firmemente. Mi tesis, que no deja de ser una proposición refutable por los hechos, es que tendemos a creer primero en el cambio abstracto y solo después llegamos a concretarlo en un programa político. La creencia de que la realidad puede mejorarse por medios políticos es a menudo un acto de fe necesario, pero nuestro apoyo al conjunto de propuestas concretas llamado a vehicular ese cambio ha de ser eminentemente racional y nunca incondicional. Con demasiada frecuencia, este no es el caso, fruto de nuestro lazo emocional con el cambio abstracto que tanto ayuda a fomentar el fantasma de la decadencia.

La necesidad de cambio no puede traducirse en apoyo al cambio no cualificado sin peligro. ¿Acaso puede cuestionarse que la Rusia del zar Alejandro II, el Zaire de Kasa-Vubu, la Camboya de Norodon Sihanouk o la Indonesia de Sukarno necesitaban un cambio? Y sin embargo, cuesta justificar que ese cambio necesario lo encarnaran el totalitarismo estalinista, la cleptocracia de Mubutu, el régimen genocida de Pol Pot o la tiranía de Suharto y su descendencia de canallas. Del mismo modo, y aunque este no haya sido el foco del artículo, encontramos un peligro parejo en el vicio reaccionario de atrincherarse frente al cambio sin importar su orientación. Si, como defiendo, vivimos en el mejor de los mundos conocidos es solo porque cambios —tecnológicos, políticos, institucionales, ideológicos— una vez impensables arrancaron muchos de los males de los mundos pasados. Paradójicamente, la falsa creencia en la decadencia banaliza y dificulta la emergencia de este tipo de cambios virtuosos en el futuro.