Me lo encontré bajando las escaleras del intercambiador de Moncloa. Parecía que, si hinchaba un poco más el pecho, el orgullo le quebraría la caja torácica. El joven del cartel sonría, a escala quintuplicada, porque se sabía un triunfador. Así nos lo advertía el slogan de la universidad privada que publicitaba: «Héroes: jóvenes capaces de trabajar donde sueñan». Evidentemente, se trataba de un caso flagrante de esa «inflación palabraria» que Eduardo Galeano consideraba tan dañina como la monetaria. Pero creo que, además, esta anécdota revela un fenómeno generalizado en el mundo empresarial. Pese a su fama de generación narcisista (o precisamente por ello), la mayoría de los millenials aspiran a ser héroes, «cambiar el mundo», y esto es precisamente lo que venden las empresas en los procesos de contratación. Esta es una promesa de difícil cumplimiento, y no es ajena a la frustración laboral de los jóvenes. Echemos, antes de nada, un vistazo al retrovisor, aunque sea a tres mil pies de altura.

La muerte del heroísmo caballeresco

Espada o sotana. Este era el menú (vetado para las mujeres) de quienes aspiraban a ascender socialmente en la Edad Media europea. En ocasiones excepcionales, se añadieron la pluma, el cincel o la brocha. Sin embargo, la vía militar siempre ofertó los mayores réditos tanto materiales como intangibles, destacando la gloria asociada al heroísmo. Esta ideología a) entronizaba las grandes hazañas que b) se acometían, con sacrificio, por un bien superior (i.e. la libertad de un pueblo).

La falta de alternativas de progreso individual y el culto del heroísmo espolvoreaba la violencia, ya avivada por el fanatismo y el subdesarrollo. Domingo Faustino Sarmiento, el prohombre que presidió Argentina en el siglo XIX, sintetizó este fenómeno en su libro Facundo: «Hay una necesidad para el hombre de desenvolver sus fuerzas, su capacidad y su ambición que cuando faltan los medios legítimos, él se forja un mundo con su moral y con sus leyes aparte, y en él se complace en mostrar que había nacido Napoleón o César».

La emergencia del capitalismo abrió una nueva senda de ascensión social, especialmente a partir del siglo XVIII. Así lo afirma Joseph Alois Schumpeter en Capitalismo, Socialismo y Democracia. Para el economista austriaco, la atracción de los «intelectos y voluntades fuertes» hacia la industria y el comercio tuvo una víctima colateral: el heroísmo. Opuesta a la lógica utilitaria, esta ideología fue perdiendo fuelle en la naciente sociedad burguesa. Schumpeter admite que el éxito empresarial requiere aguante (stamina) pero es esencialmente antiheroico: rara vez ofrece la posibilidad de galopar, sable en mano, hacia las tropas infieles. En sus propias palabras, el heroísmo «se marchita en la oficina entre columnas de datos».

Los millenials ya no aspiran a liderar ejércitos libertadores, pero quieren «tener un impacto real»

No es casualidad que en su obra On Heroes, Hero-Worship, and the Heroic in History, Thomas Carlyle estudie héroes de toda índole, salvo empresarios. Tenemos dioses, reyes, profetas, poetas, literatos y emperadores, pero ni un solo contable. Este carácter antiheroico y temperado de la industria y el comercio ha sido atacado con frecuencia y virulencia. Hermann Hesse, por ejemplo, escribió: «El burgués es por naturaleza una criatura de débil impulso vital, miedoso, temiendo la entrega de sí mismo, fácil de gobernar». Pero es justamente esta moderación de las pasiones humanas que sedujo a influyentes pensadores del siglo XVII y XVIII. Albert Otto Hirschman, en The Passions and the Interests, demuestra cómo los ilustrados escoceses y franceses se encomendaron «al interés» como freno a la sed de gloria, el odio xenofóbico o el fanatismo religioso.

El improbable heroísmo empresarial

Fin del flashback y vuelta al presente. En occidente, el capitalismo ha cumplido, a trompicones, la promesa de sus primeros apóstoles en lo relativo al progreso material y la reducción de conflictos armados. En contrapartida, además de acarrear taras no menores como la degradación medioambiental o la persistencia de la desigualdad, también ha cerrado las vías del heroísmo tradicional. Sin embargo, la atracción por una vida heroica sigue viva, especialmente entre la juventud. Los millenials ya no aspiran a liderar ejércitos libertadores, pero quieren «tener un impacto real».  Sin ánimo de ser exhaustivo, creo que hay al menos tres factores que alimentan este fenómeno. Primero, el crecimiento de la clase media ha masificado las ambiciones laborales más allá de asegurar la subsistencia. Segundo, la revolución digital ha a) inflado desproporcionalmente las expectativas vitales y profesionales de los millenials (a través, en gran parte, de las redes sociales) y b) fomentado la Californian Ideology, que pregona la realización personal mediante el trabajo. Tercero, las élites modernas se han convertido una clase aspiracional, encomendada al trabajo y la educación para su éxito y reproducción. Si el trabajo es fuente de identidad y ocupa gran parte de nuestro tiempo, no es raro pretender que sea transformador.

El problema es que, como anticipaba Schumpeter, este ímpetu revolucionario suele ausentarse en la mayoría de empleos. El funcionamiento de las sociedades modernas exige la ejecución de millones de tareas mundanas pero críticas, desde el envase de cepillos de dientes hasta la revisión de la contabilidad de una farmacia, pasando por la planificación del mantenimiento de los ascensores. La mayoría de los empleos modernos son honestos y terrenales. Pero eso no es lo que quieren los jóvenes, así que tampoco es lo que venden los equipos de recursos humanos y emprendedores.

Valga de ejemplo el poster corporativo que da la bienvenida al hostal desde donde escribo estas líneas, en Punta del Este, Uruguay. Cito textualmente: «Transformar objetivos y metas que parecen inalcanzables en algo real… Demostrar que vale la pena arriesgar y vivir como si hoy tocase morir… ser capaces de buscar, hacer y vivir algo cuyo resultado no seamos capaces de ver. Eso es trascender». Para atajar cualquier tipo de dudas, el hostal no sirve de residencia a un centro de investigación oncológico ni se enmarca en una reserva natural de lobos marinos. Es un hostal normalito, relativamente bueno, más o menos bonito y apenas barato. Un lugar perfectamente banal de no ser por este poster, que es en parte reflejo de nuestro Zeitgeist. En la actualidad no hay negocio lanzado por o enfocado a millenials que no aspire a «cambiar el mundo». El problema debe ser que se compensan entre todos y el mundo sigue igual. Hace no tanto, al tipo que hacía zapatos se le llamaba zapatero. Hoy es Head of Product Development & Strategic Design for Human-centric Mobility Hardware. Regentar un local solía ser una ocupación honesta para pagar el alquiler o la hipoteca. Ahora es una actividad subversiva que ambiciona redefinir los pilares de la sociedad.

Una compañía que sirve con dedicación a sus clientes y paga todos los impuestos que le corresponden ya hace bastante por la sociedad

Cuando aún era estudiante en Londres, tuve una conversación entretenida con la recruiter de un banco de inversión. Desde la crisis, admitía, habían cambiado significativamente su posicionamiento frente a sus potenciales empleados. Ya no se trataba de ofrecer una carrera lucrativa e interesante, si no de tener impacto. El problema es que el trabajo de un banquero en 2018 no es radicalmente diferente al que hacía en 2008, aunque se promocione de forma distinta. Y lo mismo ocurre con la mayoría de grandes empresas. De hecho, a quien encuentre una empresa del Fortune 500 que no tenga las palabras «impact» o «society» en su descripción corporativa, le invito a una caña.

Sin embargo, los verdaderos evangelistas del heroísmo empresarial son los emprendedores. Supongo que se puede escuchar una charla de Elon Musk sobre la colonización de Marte o la transición energética hacia fuentes renovables sin entusiasmarse. A mí por lo menos no me sale. Musk, co-fundador y CEO de Space-X y Tesla, tiene alguna arista oscura, pero encarna como nadie el ideal del tecno-héroe. Tras hacerse multimillonario con PayPal, apostó todo su capital en dos sectores, la exploración espacial y el coche eléctrico, que por entonces parecían ruinosos. Y no le está yendo mal. Pero la inmensa mayoría de start-ups no son ni serán Tesla o Space-X, y casi ningún emprendedor puede ser Elon Musk. Si ojeamos el mapa de start-ups más exitosas de Europa, nos encontramos con repartidores de comida, taxistas trajeados y carsharing. Estas compañías satisfacen a millones de clientes, lo que tienen un valor intrínseco evidente. No obstante, ninguna ofrece servicios remotamente tan útiles como los de un fontanero, un dentista o un electricista. Las start-ups digitales pueden ser innovadoras, creativas y divertidas, pero también estresantes, exigentes y mal remuneradas, y, contrariamente a lo que publicitan, casi nunca cambian la vida de sus clientes.

Incapaces de ignorar la brecha entre expectativas y realidad, los millenials suelen decepcionarse con su vida laboral. En consecuencia, a las empresas les cuesta retener el talento que reclutan mientras los jóvenes encadenan experiencias mixtas sin llegar a asentarse. Sería recomendable moderar nuestras expectativas en este sentido. También lo sería que las empresas dejasen de venderse como agentes revolucionarios. Una compañía que sirve con dedicación a sus clientes y paga todos los impuestos que le corresponden ya hace bastante por la sociedad. No da para una película, pero sí para un mundo gradualmente mejor.

*Imagen de portada por Clark Tibbs.