La firma del Tratado de Roma el 25 de marzo de 1957 por los Estados de Alemania Federal, Bélgica, Francia, Luxemburgo, Italia y Países Bajos, fue recibida, en su momento, como un triunfo para los federalistas. Ante la imposibilidad de consolidar inmediatamente una unión política, la Comunidad Económica Europea (CEE), resultado del tratado, ponía en marcha un proceso donde la progresiva integración económica fuese allanando el camino a esta deseada unión. Se conseguía así salir de un impasse tras el rechazo a los acuerdos de la Comunidad Europea de Defensa y de la Comunidad Política Europea.

El pasado 25 de marzo de 2017, los líderes europeos con excepción de Reino Unido se reunieron nuevamente en Roma con el fin de celebrar el 60 aniversario de la firma del Tratado de Roma convencidos de la necesidad de dar un nuevo impulso un proyecto comunitario en horas bajas. Y es que los frentes abiertos parecen ser cada vez más numerosos: la primera salida de un Estado miembro con el brexit; el preocupante crecimiento de la oposición anti-UE en numerosos países; las dificultades de la unión monetaria para solventar la crisis; los problemas para abordar colectivamente los desafíos de desempleo juvenil, de dumping social y fiscal y la crisis de los refugiados… Ante la incertidumbre que presentan estos retos, la Comisión Europea presentó el Libro Blanco sobre el futuro de Europa, que abría oficialmente la discusión sobre el estado de la UE y su futuro, con el fin de reforzar un proyecto que necesita un nuevo impulso.

 

Un punto de partida para la discusión

El documento presenta cinco escenarios a discutir entre los Estados miembros en un hábil (pero arriesgado) movimiento para involucrar y responsabilizar a estos últimos en la toma de decisión sobre el futuro de la UE, liberando a la Comisión del rol de «chivo expiatorio». En los extremos están los escenarios Solo el mercado único, que aboga por una UE como únicamente un mercado común, y Hacer mucho más conjuntamente, que esboza una unión política más reforzada. Entre ambos extremos existen tres escenarios alternativos: Seguir igual propone seguir avanzando con la agenda actual; Los que desean hacer más, hacen más aboga por una cooperación reforzada entre aquellos países que quieran avanzar más rápido; y Hacer menos pero de manera más eficiente se centra en repartir las prerrogativas entre UE y Estados miembros siguiendo el principio de subsidiariedad establecido en los tratados. Conviene abordar el documento como cinco puntos de partida para reflexionar y construir y no como escenarios inamovibles y no complementarios.

Las recientes reacciones permiten, en principio, descartar cuatro de las cinco iniciativas

Se trata de un ejercicio complicado pues la existencia misma del documento, así como las consiguientes reacciones públicas, evidencian la falta de una visión común para el futuro de la Unión. Por ello, la solución debe hallarse analizando la voluntad política de los Estados miembros ya que, en última instancia, será esta la que dirigirá en un sentido u otro el proyecto. En este sentido las recientes reacciones permiten, en principio, descartar cuatro de las cinco iniciativas. Seguir igual no es una opción ante el consenso sobre la importancia de reformar la UE. Solo el mercado único pierde a su principal defensor con la salida de la UE del Reino Unido. Hacer mucho más conjuntamente, pese a ser la más atractiva para los más federalistas, requeriría la casi imposible aceptación política de realizar numerosos cambios en los tratados. Finalmente, Hacer menos pero de manera más eficiente se enfrenta al mismo problema: la dificultad que representa consensuar cuáles son aquellos temas prioritarios y, sobre todo, saber si existe voluntad política para delegarlos al nivel supranacional (por ejemplo, política fiscal).

 

La opción de ‘Los que desean hacer más, hacen más’ como la lógica más plausible

A tenor de las recientes declaraciones y reuniones, esta parece ser la opción preferida por países como Francia, Alemania, Italia, España, Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. «Los que desean hacer más, hacen más» abre la puerta a una Europa a «múltiples velocidades» que permitiría, a aquellos países que así lo deseen, profundizar más que otros en toda una serie de ámbitos como podrían ser la defensa, la unión económica y monetaria, la armonización fiscal y social, la cultura y la juventud. Los tratados actuales prevén esta práctica apoyándose en la cláusula de cooperación reforzada siempre y cuando participen, por lo menos, nueve Estados miembro. No obstante conviene recordar que ámbitos de interés común como el mercado único o la unión aduanera quedarían excluidos de esta cooperación reforzada que, hasta ahora, solo se ha utilizado en tres (no muy ambiciosas) ocasiones: la ley de divorcio, la ley de patentes europeas y el derecho de propiedad para parejas internacionales. Para reforzar esta vía es necesario un gran compromiso político que a día de hoy es incierto. La dificultad para constituir un gobierno de coalición que experimentan los Países Bajos, así como las recientes elecciones francesas y las próximas alemanas e italianas generan muchas incertidumbres sobre el futuro de dicho proyecto.

Una Europa a «múltiples velocidades» brindaría la posibilidad de no hacer de la adhesión a la UE una decisión dicotómica

Según sus defensores, la opción de una Europa a «múltiples velocidades» aportaría la flexibilidad de la que carece un bloque heterogéneo cuya rigidez provoca numerosas tensiones entre sus miembros debido a la dificultad de encontrar marcos normativos que se adapten a los UE28 y que a su vez no estén demasiado diluidos para poder tener un impacto real sobre los desafíos que buscan resolver. Esta mayor flexibilidad permitiría un mayor avance y eficacia de la UE, pues en vez de seguir el ritmo marcado por el miembro «más lento», una Europa a «múltiples velocidades» permitiría, como fue el caso con el espacio Schengen o de la Eurozona, una integración más profunda que partiría de un núcleo inicial y que se expandiría, a lo largo de los años, para incluir a la gran mayoría de los miembros de la UE.

Este escenario brindaría la posibilidad de no hacer de la adhesión a la UE una decisión dicotómica sino que, al contrario, ofrecería una serie de «paquetes de beneficios» aparejados con claras obligaciones y condiciones de elegibilidad. Una situación que crearía incentivos para que los Estados miembros siguiesen realizando esfuerzos una vez adheridos a la Unión con el fin de optar a mayores beneficios. En este sentido, una Europa a «múltiples velocidades» podría organizarse en torno a tres núcleos. El núcleo central, compuesto por los 19 miembros de la eurozona, buscaría incrementar su integración política y económica para desarrollar, por ejemplo, una unión fiscal que mitigase el dumping social y fiscal y el desempleo, o una unión de defensa para reducir el peligro terrorista. En un segundo círculo estarían aquellos miembros de la UE que, sin ser parte de la zona euro, participan en la mayoría de las iniciativas de la Unión. Finalmente, un tercer grupo se compondría por aquellos países que no desean integrar la UE pero que querrían participar activamente en el mercado común y en la unión aduanera. Para participar, podríamos imaginar que estos países debieran contribuir al presupuesto de la UE, acatar sus normas y aceptar la jurisdicción del Tribunal Europeo de Justicia.

Algunos temen que este escenario cree una «segunda clase» de países sin voz ni voto, obligados a acatar lo decidido por el «núcleo central»

Sus detractores, sin embargo, argumentan que una Europa a «múltiples velocidades» plantea la posibilidad de que, si los Estados miembros no son capaces de ponerse de acuerdo sobre principios comunes y un objetivo final, estos irán, lenta pero inexorablemente, distanciándose hasta que la UE acabe desmoronándose; un temor expresado por varios países, principalmente de Europa Central y Oriental. Esta oposición se estructura en torno a dos grandes críticas. Por una parte, se encuentran aquellos que consideran que la arquitectura de toma de decisiones de la UE es desmasiado complicada y que adaptar las ya complejas estructuras para acomodar a los diferentes círculos provocaría mayor confusión entre órganos superpuestos y entrelazados, alienando, todavía más, a los ciudadanos del proyecto comunitario. Por otra parte están aquellos que consideran que, bajo este esquema, se perdería la igualdad entre los Estados miembros que defienden en la actualidad los tratados. Una vez institucionalizado el «núcleo central», este podría tomar decisiones que afectasen a todos los miembros, convirtiendo a los Estados que no hacen parte de ese núcleo en países de «segunda clase», sin voz ni voto, obligados a acatar lo decidido por el «núcleo central». Otros van incluso un paso más allá y apuntan a que el esquema de un  «núcleo central» descompensaría todavía más los frágiles equilibrios entre Estados: Francia y Alemania obtendrían un mayor peso ante un número menor de socios, poniendo, de facto, el futuro de la Unión en manos del eje franco-alemán.

 

 

Un compromiso «realista» para seguir avanzando

Pese a los peligros que apuntan los detractores de las «múltiples velocidades», permanecer en el statu quo supone también ciertos riesgos, por lo que jefes de Estado y de Gobierno como la canciller alemana Angela Merkel, el expresidente francés François Hollande o el primer ministro luxemburgués Xavier Bettel abogan por avanzar por esta vía, considerando, como hace este último, que «es mejor una Europa a múltiples velocidades capaz de avanzar que una Europa que no puede moverse». Una Europa a «múltiples velocidades» vendría a institucionalizar, y por ende a reforzar, una mecanismo ya habitual. Cuando se analiza en detalle, la UE está compuesta por diferentes bloques de Estados que han ido decididiendo a qué proyectos adherirse: diez de ellos no forman parte de la eurozona; Irlanda no participa en el espacio Schengen; Dinamarca ha rechazado la Política Europea de Seguridad y Defensa común; Polonia ha optado por no participar en la Carta de Derechos Fundamentales; República Checa y Polonia están fuera del Pacto Fiscal; y, como caso más reciente, la creación de la Fiscalía Europea solo fue ratificada por 16 miembros el pasado mes de abril.

La opción de una Europa a «múltiples velocidades» aparece probablemente como el único escenario realista

Una realidad que, pese a la lógica unitaria que se perseguía en 1957, se explica por las sucesivas ampliaciones que ha experimentado la UE en los últimos 60 años y que pone de manifiesto la complejidad del proceso europeo. En efecto, resulta difícil discernir la diferencia entre «proceso de integración europea» y «unión política». Estados Unidos es un claro caso de unión política cuyo proceso de integración está finalizado, mientras que en la UE ambos procesos están entrelazados e inconclusos. Las sucesivas ampliaciones acontecidas en estos 60 años explican las diferencias y desigualdades significativas que existen entre los Estados miembros y que podrían tomar décadas en subsanarse. Son estas diferencias las que justifican que no todos los Estados se encuentren en el mismo nivel de integración y que, por ende, no estén en las mismas condiciones de seguir avanzando a la misma velocidad hacia una unión política. Una situación que crea tensiones y que puede explicar, en parte, por qué la UE encuentra tantas dificultades para poder enfrentar los grandes desafíos económicos, políticos y sociales contemporáneos.

Cronología de la UE. Elaboración del autor.

Concebida en 1951 con el fin de crear una comunidad de paz y libertad tras la guerra, la Unión Europea necesita un nuevo impulso que le permita dejar atrás la actual confederación de Estados nación, basada en el voto por unanimidad, y revitalizar el espíritu comunitario para hacer frente a los desafíos contemporáneos. En este contexto, la opción de una Europa a «múltiples velocidades» aparece probablemente como el único escenario realista para salir del presente impasse.

Si se producirá esta Europa a «múltiples velocidades» la simple amenaza de aislamiento puede servir de incentivo para que los miembros vacilantes cedan a las demandas de una integración más profunda, si será una etapa de transición como lo fueron Schengen y la Eurozona o si se convertirá en un nuevo modelo para la UE, es ya otra historia. Algunos desafíos por resolver son la identidad de ese «núcleo central» de países, qué políticas cubrirá y, si se tratará de un único núcleo o de múltiples núcleos superpuestos.

Tenemos la oportunidad (si no el deber) de dar un nuevo impulso al proyecto europeo que le permita reinventarse para satisfacer las expectativas de una ciudadanía que debería recordar más a menudo que, pese a sus problemas, nuestra Unión Europea es «uno de esos raros lugares en el planeta donde algo sin precedentes está sucediendo sin que por ello sus habitantes se den cuenta, tanto que toma[mos] los milagros por sentado […] y deberíamos [al contrario] expresar nuestro asombro encantado de vivir en este continente y no en otro».